a
las seis de la mañana.
Seguí
buscando
unos cuantos más. Le fui cogiendo el gusto a eso de la poesía.
Cuando
me quise dar cuenta ya habían pasado más de dos horas.
Como
ya empezaba a tener mucha hambre, anoté los que más me habían
gustado y me acerqué a Édison para preguntarle dónde se comía
allí, y si quería almorzar conmigo. Lo encontré totalmente
absorto, revisando no sé qué legajos. Pero no dudó en ofrecerme su
compañía para el almuerzo. Recogió los papeles que con tanta
devoción leía, los enrolló, y me acompañó al comedor.
Cuando
llegamos quedaban pocos comensales porque ya era un poco tarde.
Después del café lo puse al corriente de mi labor de selección, y
le di a leer aquellos poemas que consideraba más adecuados para su
recital.
—¡Magnífico!
—me dijo—,
ya veo que tienes buen gusto. Quédate con el libro estas dos
semanas, por si consideras necesario añadir alguno más.
Fue
grande mi alegría al oír aquellas palabras, y me propuse ser digno
de la confianza depositada en mí.
—¿Y
qué son esos papeles que ojeabas en la biblioteca con tanto ahínco?
—le pregunté.
—Unos
documentos encontrados hace tiempo en la ciudad de Évora por un
sabio arqueólogo alemán, muy amigo mío.
—La
arqueología no le da de comer; era profesor aquí en la base, como
yo. Hace apenas un
mes, cansado ya de aguantar a los alumnos: “El peor mal de los
males es bregar con animales”, decía él; se dio de baja y volvió
a la Tierra.
—Ahora
trabaja de jardinero y sigue practicando su gran afición con
renovado apego.
Como
quiera que los documentos que halló están redactados en portugués
del siglo XVII y yo soy experto en esa lengua, me los confió para
que los tradujese. Ya me falta poco para terminar; en cuanto termine
se los mandaré y estoy seguro que se pondrá muy contento.
Intrigado
por el caso, demandé más información a mi amigo: sobre las
circunstancias de aquel asunto, sobre los frutos de su traducción...
—Andaba
mi amigo en compañía de su novia, que también es arqueóloga, tras
los vestigios de la civilización romana; muy abundantes en aquella
ciudad.
—Cuando
excavaban en las ruinas de un templo romano dedicado a Venus, en el
subsuelo de la edificación que en su día ocupó el Tribunal de la
Inquisición de Évora, descubrieron un cofre perteneciente a esta
última institución. Lo abrieron y en su interior hallaron unas
monedas de plata y estos legajos que ahora traduzco. Entregaron las
monedas y el cofre a las autoridades, pero, llevados más de la
curiosidad que de la honestidad, no hicieron lo mismo con los
documentos.
—Hacen
referencia al procesamiento de unas brujas del siglo XVII y están
escritos en el portugués de esa época: una bella lengua, llena de
lirismo, digna de Camões. Lo que estoy viendo ahora trata de una
redada en la que fueron atrapadas 32 de aquellas mujeres, en Évora y
alrededores, en el año 1692. Están anotados con todo detalle los
datos del proceso. Te voy a leer lo relacionado con la confesión de
una de ellas en los interrogatorios del Santo Oficio, se llamaba Inés
Cadela:
“...Una
vieja bruja, llamada Inés Cadela, con más de cuarenta años de
oficio, confesó lo siguiente:
Ninguna
mujer puede ser bruja sin antes haber ejercido de hechicera y
alcahueta. Sólo después nos toma el Diablo juramento sobre un libro
muy negro, en el que no hay ninguna hoja blanca, sino que todas son
negras. Y abriéndolo, nos hace poner ambas manos sobre él;
sustentándolo el demonio con las suyas, y otros dos están al lado
de la candidata, que son los padrinos; los cuales toman la forma de
machos cabríos, muy negros, y a veces de hombres.
El
que tiene el libro abierto entre las manos, dice:
—Prometes
y juras que nunca creerás ni adorarás a otro señor sino a Satán.
—Sólo
en él creeré.
—Abjuras
de Dios y del bautismo que recibiste.
—Abjuro.
—Prometes
que nunca servirás a otro dios sino a Satán, y que nunca dejaras de
hacer lo que se te ordene.
—Lo
prometo.
—Prometes
no invocar el nombre de Jesús bajo ninguna circunstancia, y que
nunca dirás verdad aun bajo confesión.
—Lo
prometo.
—Prometes
que te apartarás de Dios y que le harás todo el mal que te sea
posible.
—Lo
prometo.
—A
este juramento lo llaman Bautismo. Una vez terminado se retiran los
padrinos y el demonio se vuelve de espaldas, se levanta el rabo y le
ofrece el trasero para que lo bese. Y así lo hace ella porque así
él lo manda. Después del beso, y allí mismo, duerme con ella
carnalmente.
Confiesa
también la acusada que con estos actos, torpes y deshonestos, y con
estas uniones carnales que tienen con el Demonio, reciben mayor gusto
y deleite que el que cualquier hombre puede ofrecer a una mujer. Y
después de haber gozado con él, el diablo les grava una señal en
el dedo meñique o en otra parte del cuerpo...”
4
Me
empezaba a interesar aquel asunto de la bruja cuando avisaron a los
pocos que allí quedábamos para que saliésemos del comedor, porque
iban a cerrar.
Una
vez fuera, Édison me dijo:
—Bien,
joven, yo tengo que seguir con mi traducción, quiero terminarla
cuanto antes. Ya sabes dónde me puedes encontrar: en la granja o en
la biblioteca.
Nos
despedimos y volví a la zona en la que residía. Estaba ansioso por
saber en qué consistiría mi trabajo. Llamé a la puerta del
despacho de María, pero nadie abrió. Aguardé allí por ver si
venía. Al final, cansado de esperar, me retiré a mi cuarto.
Subí
a la plataforma donde estaba el ventanuco y observé que ya estaba
anocheciendo. Infelizmente, dada la orientación de mi cubículo, no
pude ver aquel ocaso marciano, pero debía ser impresionante.
Me
puse después a ordenar mis cosas mientras esperaba impaciente a que
María me llamase por el videófono. Pero nadie llamó, ni siquiera
aquellas chicas deslenguadas. Me senté ante la pequeña mesa y abrí
el libro de poemas. En vez de ponerme a leer, como era mi intención,
me puse a pensar en las cosas que me habían ocurrido desde que
llegué a Marte. En aquel inmenso vergel, en los cerdos y las vacas,
en aquellos alumnos traídos a la fuerza desde la Tierra, en la
extraordinaria forma de recitar y actuar de mi nuevo amigo: un
verdadero artista. Pero sobre todo pensaba en María. No podía
olvidar el olor de su aliento. Era un perfume inefable. Al besarme me
dejaba en los labios el sabor de unos frutos que nunca imaginé que
existieran...
Pasaba
el tiempo, pasaban las horas, y continuaba embebido en aquel
recuerdo. Deseaba que me llamase, que me invitase a su cuarto otra
noche, tenía grabadas su imagen y sus palabras: “Espero
que nos veamos nuevamente...”
A
la mañana siguiente, después de asearme y vestirme, me dirigí de
nuevo a la puerta de su despacho. No me atreví a llamar, tal vez
durmiese, o tal vez estuviese con otro: esa idea me atormentaba. Al
rato empezaron a pasar algunas personas por allí; debían ser los
moradores de la sección, que iban a sus quehaceres. Un joven que
tendría más o menos mi edad se detuvo al verme y me dijo:
—¿Qué
haces aquí parado, no te vienes a desayunar?
—Me
gustaría hablar con María, la jefa de sección, llegué ayer y aún
no sé cuál será mi trabajo.
—¿María?
¿La jefa de sección...? Me parece que te informaron mal. Llevo aquí
más de un año y no conozco a ninguna jefa que se llame María. Este
despacho está casi siempre desocupado; solo, de tarde en tarde, lo
utiliza el inspector del Ministerio de Educación que viene a ver
cómo van los alumnos que mandan de la Tierra. Y eso lo sé de oídas,
pues desde que estoy aquí nunca lo vi.
Al
oír aquello, lo primero que se me vino a la cabeza fue que la tal
María y aquellas alumnas solo se estuvieron burlando de mí.
Aprovecharon que acababa de llegar para urdir aquel engaño, y así
poder ella acostarse conmigo. Tal vez se aburría en la base, tal vez
hacía lo mismo con todos los que llegaban nuevos...
Fuere
como fuere, todo aquello me parecía muy extraño. Informé a aquel
joven de los rasgos de María y de las tres alumnas, por si las
conocía. Esto fue lo que me contesto:
—En
esta zona, no conozco a ninguna mujer de esas características. En
cuanto a las alumnas de que me hablas, hay muchas en la base; pero en
esta sección no se hospeda ninguna. Aquí sólo residen trabajadores
contratados.
Después
de oír todo aquello lo acompañé al comedor, nos sentamos en la
misma mesa. Me llamó la atención una mermelada aromática y sabrosa
que nunca antes había probado. Y le pregunté a mi amigo de qué
estaba hecha.
—Es
de una fruta tropical llamada jenipapo. Trajeron las semillas del
Brasil y la cultivan en el gran invernadero. Según dicen los que ya
la han probado en la Tierra, las de aquí saben aún mejor.
Después
de desayunar, mi interlocutor, que se llamaba Emiliano y trabajaba en
el almacén de víveres, me dijo:
—Debes
ir a la zona central de la base, al lado de donde atracan las naves
que vienen y van a la Tierra. Allí es donde te informarán de lo que
tienes que hacer. Como te dije antes, te informaron mal, aquí no hay
ninguna jefa de sección.
Aunque
nada parecía indicar que el tal Emiliano me estuviese engañando;
cuando ya todos se hubieron retirado, volví a la puerta del supuesto
despacho de María. Llamé y nadie abrió o contestó. Aquellas
chicas del día anterior no aparecían tampoco por allí.
Después
de aquel último intento me dirigí a donde me habían dicho. Al
llegar al centro de la base pasé por una amplia zona semicircular;
donde, a través de inmensas cristaleras, se podían ver, en el
exterior, dos naves de gran porte atracadas; eran de las que se
utilizaban para traer equipos pesados y suministros a la base
marciana.
Después
de preguntar me mandaron a un gran despacho ocupado por varias
personas. Cada cual parecía el encargado de un determinado trabajo o
sección. Me atendió un tal Peter Pan, que era el responsable de
atenuar los efectos nocivos del polvo marciano sobre las
instalaciones exteriores. Nada más verme me dijo:
-
Buenos días, disculpa que no te haya llamado antes, estaba muy
ocupado con otros asuntos. Supongo que ya te habrán informado de
dónde hospedarte.
Iba
a decirle quién me mandó al cuarto que ocupaba; pero como todo
parecía indicar que mi encuentro con María había sido una broma, o
algo así, decidí omitir cualquier comentario sobre mi encuentro con
ella y contesté escuetamente:
—Sí,
ya me informaron sobre el habitáculo que he de ocupar, y ya estoy
instalado.
—Bien,
joven; tu trabajo, como supongo que te dijeron antes de venir, es el
de encargado de limpieza.
—Sí,
eso ya lo sé, fue lo que me dijeron en la Tierra.
-
Pues verás; aquí, como habrás visto, traen a muchos alumnos con
escaso porvenir académico. Los hay que aprenden un oficio —los
menos—; otros —los
más—, no hacen más que
dar por saco. Tú te responsabilizarás de unos diez o doce de esos
individuos(as), y os encargaréis de la limpieza de la parte exterior
de la base.
—¿Limpieza
exterior? ¿En qué consiste eso?
—Supongo
que sabrás que la superficie de Marte semeja en parte a los
desiertos terrestres, aunque mucho más fría. Las tormentas de arena
son bastante frecuentes. Y aunque la base está en gran parte bajo la
superficie, existen zonas que han de estar perfectamente limpias de
la arena marciana.
—¿Y
qué zonas son ésas?
—Principalmente
las inmensas superficies ocupadas por los paneles solares con los que
nos abastecemos de energía eléctrica.
—Debido
a las protestas de los ecologistas, hace años que tuvimos que
sustituir la energía nuclear por la fotovoltaica. Aun siendo unos
paneles de alto rendimiento, como la radiación solar que llega a
Marte es inferior a la que llega a la Tierra, fue necesario instalar
unos doscientos mil metros cuadrados de paneles solares para poder
abastecernos. Afortunadamente, como el silicio es abundante en este
planeta, la mayoría los fabricamos aquí.
Me
quedé totalmente perplejo al oír aquel número astronómico:
“¡Limpiar doscientos mil metros cuadrados de paneles solares!”;
pero no pude preguntar más detalles, pues en aquel mismo instante
llamaban por el videófono a Peter Pan.
—Bien,
joven, tengo cosas urgentes que hacer. Preséntate mañana temprano
en el sector “G”; está aquí al lado, y te dirán qué es lo que
tienes que hacer. Hoy tómate el día libre.
Abandoné
aquel lugar y vagué pensativo: ¿dónde estaba María?; tal vez la
encontraría por cualquier parte, tal vez ella me engañó porque se
había enamorado de mí...
Como
tenía el día libre vagaba sin rumbo fijo, pero ni a ella ni a las
otras tres chicas las veía por ningún lado. Y como aún no conocía
a casi nadie por aquel vasto mundo, decidí ir a hacer una visita a
mi amigo Édison, por ver si él sabía de ella.
Volví
a la granja en la que estuve el día anterior y esperé a que
terminase su clase. Cuando salía lo abordé. Él se alegró de
verme, yo le dije que tenía el día libre; nos fuimos a dar una
vuelta antes de comer.
Después
del almuerzo, le pregunté si conocía a María y a las otras tres
chicas. Las describí lo mejor que pude para que no quedase ninguna
duda de a quiénes me refería. Cuando oyó todo aquello, noté que
se quedaba perplejo y admirado.
—¿Cuándo
las viste...? -me preguntó.
Como
lo tenía por un amigo le relaté todos los detalles de mi encuentro
con ellas —omití algunos
sobre mi noche de amor...—,
y le hablé también de la desaparición de las cuatro. Édisón
permaneció un rato callado y pensativo; luego dijo:
—Voy
a confiar en ti. Pero antes quiero que me des tu palabra de que a
nadie le contarás lo que vas a oír.
—Puedes
estar seguro de que no le voy a decir nada a nadie.
—Bien
—prosiguió—;
para empezar, esas cuatro mujeres, María y las otras tres chicas, ni
trabajan en la base, ni son alumnas traídas de la tierra, ni nada
por el estilo. ¡Son naturales del planeta Xoxô!
—¿¡El planeta Xoxô!?
¿Dónde está eso?
—Es
un mundo confortado por el sol de una galaxia que dista unos 6000
millones de años luz de la tierra.
Aquello
empezaba a resultarme increíble. Por unos momentos dudé de mi
amigo. Pero eran tan evidentes
sus signos de sinceridad que seguí su relato cada vez más
interesado:
—Según
me dijeron, en tiempos remotos vivían en su planeta sin
complicaciones; hasta que, sin saber el cómo ni el porqué, llegaron
unas naves del espacio exterior a su plácido mundo.
—Ellas,
que no podían concebir que nadie tuviese intenciones aviesas,
recibieron a los tripulantes de tales ingenios con su natural
hospitalidad. Mas pronto descubrieron que el espacio estaba lleno de
maldad. Aquellos seres execrables e impíos que acababan de hollar su
mundo, tenían como único objetivo apoderarse de él, expoliar sus
riquezas y reducir a sus habitantes a la condición de esclavos.
—Casi
lo consiguen por completo; sólo algunas xoxonas se resistieron a tan
infames propósitos. Los varones, por lo visto, son bastante
indolentes en aquella región del cosmos.
—Como
quiera que Xoxô es pródigo en frondas y arbolados, algunas se
refugiaron por los bosques, dispuestas a recuperar la libertad
perdida: había comenzado la resistencia al invasor.
—Al
principio formaban sólo bandas dispersas, rudimentariamente armadas.
Pero con el tiempo, se fue desarrollando una especie de matriarcado
guerrero; algo así como las amazonas de la tierra. Los hombres sólo
servían para asegurar la continuidad de la especie, y poco más...
—Pero
según tengo entendido —le
interrumpí—, las amazonas
se amputaban un pecho, y María tenía los dos.
—Has
de tener en cuenta, querido amigo, que en aquellas épocas remotas se
usaban arcos y flechas. Uno de los senos, el derecho si eran
diestras, estorbaba. Mas los tiempos cambian. Sabe Dios qué armas se
utilizarán ahora, con tantos adelantos...
—Pues
a mi me parecieron mujeres normales y corrientes; estaban al tanto de
todo cuanto aquí acontecía. Nada delataba que fingiesen ser lo que
en realidad no eran.
—Pues
sí, fingían, por mucho que te cueste creerlo. Ellas llevan en Marte
más de seis meses; su nave anda oculta en uno de los profundos
cañones que pueblan este astro.
—Colocaron
unos sensores capaces de detectar a través de la materia, en el
exterior de nuestra base. De esa forma recopilaron información sobre
nuestras costumbres, nuestro vocabulario, etc... Una vez estudiados
todos esos datos, se infiltran de vez en cuando en la base y se hacen
pasar por terrícolas.
—Físicamente
son casi idénticas a nosotros, y cuando se infiltran en nuestros
dominios no hacen otra cosa que imitar cuanto hacemos y decimos”.
—Lo
hacen demasiado bien para ser extraterrestres... —le
dije a mi amigo.
—No
obstante, hay algo en ellas que las delata —me
contestó.
—¿Qué
es? —pregunté indagador.
—A
simple vista no se percibe, pero si te acercas lo suficiente a
cualquiera de ellas, notarás el perfume inefable de su aliento.
Entonces
recordé aquella fragancia única e irrepetible; un aroma nuevo,
distinto a cualquier perfume de la tierra. Y no sólo eso: tal vez
aquellas cicatrices que María tenía en su cuerpo fuesen las marcas
de su infatigable batallar contra la opresión y la iniquidad.
Henchida
quedó mi vanidad al saberme amante de aquella criatura, por cuyas
venas corría el fuego de la esperanza y el ardor para el combate. Ya
me veía a su lado, en el campo de batalla, luchando por la
libertad...
5
Estaba
ansioso por saber más de mi arrojada amiga, pero Édison tenía que
retirarse para terminar la traducción que le encargara el sabio
arqueólogo alemán. Me dijo, no obstante, que ya me contaría otro
día más cosas sobre aquel planeta y aquellas aguerridas damas.
Al
día siguiente me presenté bien temprano en la sección “G”; tal
como me dijo Peter Pan. Era un inmenso hangar, todo lleno de
vehículos diversos; listos para salir al exterior: a aquel mundo
inhóspito y frío. Me recibió un joven, algo mayor que yo, conocido
por Tinín, aunque su nombre era Agustín, pero como de pequeño lo
llamaban Agustinín, terminó quedándose con Tinín.
—Ya
me dijo ayer, Peter Pan, que tú serás mi sustituto. A mí me quedan
apenas unos días de estar aquí; por fin me vuelvo a la Tierra. He
aguantado más de un año y ya estoy hasta los güebos de este
trabajo de mierda, y de tener que aguantar a esos gamberros todos los
días.
Aquellas
palabras no me tranquilizaron mucho, pero ya no podía echarme atrás
y, además, aquellos gamberros, como decía Tinín, ya no me parecían
tan malos. Así que le pedí más detalles sobre mi misión trabajo.
—Como
ya supongo que sabes, hay colocados, ahí fuera, no sé cuántas
decenas de miles de paneles solares. Están alineados en incontables
filas, con una separación entre fila y fila de tres metros,
aproximadamente. Por esas separaciones transcurren unos caminos por
los que circulan estos carros que ves aquí. El cañón que llevan en
la parte superior, proyecta vapor de agua a gran presión y alta
temperatura. Se lanza el chorro sobre los paneles a medida que avanza
el vehículo y así se van limpiando. Tú misión será
responsabilizarte de uno de estos vehículos.
—Pues
no parece que sea un trabajo demasiado difícil —le
dije.
—No,
si difícil no es, solo monótono; incluso se podría automatizar
utilizando robots. El problema es que hay asignados varios de esos
gamberros a cada carro y raro es el día en que no hay algún
problema.
—A
veces, cuando conduce alguno de ellos, van demasiado rápido y la
limpieza no se hace correctamente; o bien se ponen a jugar con el
cañón proyector y lanzan el chorro limpiador a todas partes menos a
los paneles. Hace tres semanas, sin ir más lejos, tomaron una curva
a tanta velocidad que volcó el carro. Y menos mal que llevábamos
escafandras y depósitos auxiliares de oxigeno, porque se rompió una
ventanilla y el interior quedo despresurizado. Por si todo esto fuera
poco, después viene el cabrón del inspector a reprenderte por los
desperfecto y porque el trabajo no está bien hecho: ¡como si
nosotros tuviésemos la culpa! En fin, como ya te dije antes, este
trabajo es una puta mierda y cada día estamos peor.
Comenzó
luego a darme detalles de aquel carro del que tendría que
responsabilizarme. Cuando empezaba a decirme cómo se manejaba esto y
para qué servía aquello…, oímos un gran tumulto. Gente
apresurada y exacerbada se dirigía hacia uno de los grandes portones
que comunicaba con el exterior.
Acto
seguido se abrió una gran puerta metálica y de la zona de
despresurización surgió uno de aquellos vehículos que circulaban
por la superficie marciana. En él venían unas tres o cuatro
personas, de las cuales, dos parecían heridas o cuando menos
desfallecidas. Rápidamente fueron llevadas a la enfermería; pero
aquí no acabó la cosa. Se mascaba la tensión en el ambiente. Al
parecer había sido un accidente debido a la impericia o a la
irresponsabilidad de aquellos alumnos descarriados.
—¡Esto
no puede seguir así! —gritaba
uno que andaba por allí—;
¡si la dirección no toma medidas, las vamos a tomar nosotros!
—¡Basta
ya! —decía otro en voz
alta—. ¡Dónde coño
están los del sindicato! ¿Por qué cuando hay problemas nunca
aparecen...?
—¡Están
vendidos! —dijo una
operaria—. ¡Con ellos no
podemos contar, la solución está en nosotros mismos!
“¡Huelga!
¡Huelga! ¡Huelga!”, se oía por todo el recinto.
Algunos
se encaramaron a lo alto de uno de aquellos vehículos, mientras que
por el hangar arreciaban los gritos e improperios contra la dirección
y sus lacayos.
—¡Rápido,
avisad por los videófonos al resto de los trabajadores de la base!
—dijo uno de los que se
habían subido al carro.
Poco
después, empezaron a llegar más y más obreros al recinto en que
nos encontrábamos, mientras crecía con más y más fuerza el grito
de lucha: “¡Huelga! ¡Huelga! ¡Huelga!”
Los
encaramados al carro, que ya se habían convertido en cabecillas de
aquella improvisada lucha, pronunciaban arengas, consignas y órdenes
que eran obedecidas de inmediato:
—¡Camaradas,
ya que es el sentir mayoritario, desde este preciso momento queda
declarada la huelga total e indefinida en todo el recinto de la base!
Nada
más oír aquello, estalló el delirio: “¡Huelga! ¡Huelga!
¡Huelga!”, era lo único que se oía.
Entonces
vi que mi amigo Édisón, ayudado por uno de los trabajadores, se
encaramó también al techo del carro. Debía ser muy respetado por
aquellos obreros, pues nada más verlo allí con intención de
dirigirse a las masas, todo aquel griterío cesó como por encanto.
Tomó a continuación la palabra:
—¡Camaradas
y amigos; éste es un momento feliz e irrepetible: ha llegado la hora
de luchar por nuestros derechos!
—Hace
tiempo que las condiciones laborales se degradan más y más. Ha
llegado la hora de decir ¡BASTA!.
—Cada
vez hay más trabajo y menos personal. Y por si fuera poco,
últimamente nos envían una cantidad ingente de “estudiantes”; a
los que también obligan a trabajar, sin sueldo, sin preparación, y
sin que tengan la menor gana de venir aquí.
—Así
matan dos pájaros de un tiro: maquillan las cifras del fracaso
escolar en la Tierra y se abastecen de mano de obra gratuita; con la
consiguiente disminución de los contratos necesarios para el buen
funcionamiento de las bases extraterrestres.
—Pero
no podemos seguir así. Recordad que no somos los únicos que estamos
en estas condiciones; avisad a todos los que en el espacio sufren la
misma plaga: ¡sólo la unidad nos dará la victoria!.
“¡Unidad!
¡Unidad! ¡Unidad!”, era el grito que resonaba ahora.
Después
de hablar Édison, volvió a dirigirse a la masa enardecida el mismo
que antes le diera la palabra.
—¡El
camarada Édison tiene razón, la unidad es la llave de la victoria!
—Formad
inmediatamente un piquete coactivo y ocupad la sala de comunicaciones
interplanetarias, para informar a los obreros de otras bases de
nuestra resolución; y pedidles que se sumen a la lucha.
Ya
se disponía a partir un nutrido piquete coactivo, cuando, de pronto,
aparecieron los robots de seguridad:
—Vuelvan
a sus actividades normales; canalicen sus reivindicaciones por los
conductos reglamentarios, bip bip bip...
Eran
unos doce androides, dispuestos a utilizar las pistolas de rayos
paralizantes si sus órdenes no eran cumplidas. Pero antes de que
pudieran siquiera desenfundar, Tinín se subió a uno de los carros
destinados a limpiar los paneles solares y comenzó a proyectar sobre
los robots un potentísimo
chorro de vapor de agua a
alta temperatura,
dejándolos momentáneamente paralizados; y antes de que pudieran
reaccionar, los obreros sublevados se abalanzaron sobre ellos con
furia homicida. La pieza más grande que quedo esparcida por el
suelo, apenas medía diez centímetros. No obstante, por entre la
chatarra aún se oía: “Canalicen
sus reivindicaciones por los conductos reglamentarios, bip bip
bip...”
En
medio de aquel ambiente exaltado; por el videófono del hangar
comenzaron a llegar mensajes de las distintas secciones de la base.
Todos los trabajadores secundaban la huelga. Solo los de la sala de
comunicaciones interplanetarias habían ofrecido resistencia, pero
los esquiroles y contrarrevolucionarios ya habían sido debidamente
coaccionados por el piquete coactivo. Y ya se había informado a
otras bases extraterrestres de la huelga.
El
hangar ya estaba totalmente lleno de gentes de todas las secciones,
cuando, a través de una gran pantalla que había allí instalada,
empezaron a llegar imágenes. Primero fue un mensaje de Tritón. Se
veía y oía con toda nitidez a los trabajadores de aquel frío
satélite, informando de su total adhesión a la lucha por unas
condiciones de trabajo seguras y dignas. Después llego otro mensaje
de la macroestación orbital Venérea III, en el mismo sentido. Y
así, en medio de un ambiente de creciente exaltación, iban llegando
más y más noticias de otros mundos colonizados por los terrícolas.
Todos, sin excepción, se sumaban a la lucha.
¡Aquello
era el delirio! “¡Unidad! ¡Unidad! ¡Unidad!”, era el grito de
guerra que ahora resonaba.
6
Dos
semanas duró la huelga, y al final, después de comprobar que los
obreros no estaban dispuestos a dar su brazo a torcer y que el
seguimiento era general, las autoridades pertinentes terminaron
cediendo.
En
lo sucesivo solo se enviaría personal especializado a las estaciones
espaciales. Los estudiantes en prácticas forzosas que así lo
desearan podrían regresar a la Tierra a continuar allí su
“formación”. A los que quisieran quedarse se les asignaría un
sueldo digno y no accederían a ningún trabajo sin estar debidamente
instruidos. Por último, aquellos inspectores laborales que tanto
daban por saco serían también devueltos a la Tierra.
La
alegría era general en todas las dependencias. Todo el mundo parecía
satisfecho. Tinín, que tanto despotricaba, había pedido una
prórroga en su contrato para quedarse seis meses más en la base.
Sólo
Édison parecía preocupado y taciturno; hasta tal punto que le
pregunté por el motivo de su zozobra.
—Como
todos mis alumnos han decidido regresar —me
dijo—, he recibido una
notificación de la Tierra por la que me mandan volver en la próxima
nave, para continuar allí, con ellos, impartiendo “docencia”.
—No
me parece eso tan grave —le
contesté—; a fin de
cuentas ellos van a estar donde quieren y tú vas a continuar siendo
su profesor. Yo sí que lo lamentaré, pues perderé a mi mejor amigo
en Marte.
—Cuando
acabe mi contrato y vuelva a la Tierra espero que nos volvemos a ver.
Pero antes de irte tienes que terminar de contarme ese asunto de las
amazonas de Xoxô. Estoy muy interesado, y me gustaría mucho volver
a ver a María.
—Pues
precisamente eso es lo que me preocupa. Tenía una cita con ellas
para dentro de un mes, y el cohete que me devolverá a la Tierra
parte de aquí a nueve días.
—Había
tomado la resolución de irme con las xoxonas en su nave, y ayudarlas
en la medida de mis posibilidades a liberar su planeta. Aunque la
situación aquí era tensa, no entraban dentro de mis previsiones ni
la huelga ni sus consecuencias.
—¿Y
cómo pensabas ayudarlas?
—Esa
es una larga historia, pero ya que puedo confiar en ti, te la
contaré:
—Cierto
día, hace unos tres meses, estaba solo en la biblioteca cuando
entraron allí dos de esas chicas de las que me hablaste; me dijeron
que eran alumnas, que acababan de llegar en el último cohete de la
Tierra. Entonces, una de ellas sacó del bolsillo una pequeña bola
maciza y muy brillante, la puso sobre la mesa y me preguntó si sabía
de qué material estaba hecha. La miré detenidamente y, antes de que
pudiera cogerla para comprobar su peso y textura, empezó a irradiar
ciertos haces luminosos que al mirarlos fijamente me dejaron como
hipnotizado: profundamente dormido.
—Cuando
desperté me encontraba ya dentro de su nave. Por lo visto, según me
contaron ellas, había sido trasladado allí con la ayuda de un
transmutador de materia-energía.
—Me
dijeron que me sosegase, que no tenía nada que temer; me contaron lo
de la invasión de su planeta y lo de su lucha por liberarlo.
—Por
cierto, la que me describiste como María es la que comanda la
expedición. Fue ella la que me informó de que habían dejado su
lejano mundo para iniciar un viaje a través del espacio-tiempo, con
la intención de buscar ayuda en otros astros para su justa causa.
—Me
preguntó, cuando le dije que era terrícola, si los humanos podíamos
ayudarlas a expulsar al invasor de su bello planeta.
—Me
quedé pensativo ante tal demanda, y no sin cierta tristeza le
contesté:
—Dudo
mucho que mi mundo, donde aún prevalece la explotación del hombre
por el hombre y la alienación de las masas, luche por liberar a
otros del yugo que él mismo soporta. Para una causa así, tal vez
fuese más fácil encontrar ayuda en el Infierno que en la Tierra.
—¡Hecho!
—dijo la tal María.
—Hecho...
¿El qué...? —le
respondí.
—Iremos
al Infierno, ya que allí es más fácil encontrar ayuda, como tú
dices...
—Yo
intenté convencerla de que aquello del Infierno se inscribía en los
dominios de la superstición, de la religión, de las creencias
populares, de la literatura...; pero que nadie había vuelto de allí
para indicar a los demás su ubicación. Ella, que escuchaba muy
atenta, me respondió:
—Sé
por experiencia que cuando mucho se habla de algo, ese algo existe.
Si quieres colaborar con nosotras recopila toda la información sobre
el Infierno, tráela aquí, e intentaremos llegar a ese lugar.
—Dicho
esto, me dijo que disponía de tres meses —terrestres—
para hacer tal recopilación. Y que, si tal era mi voluntad, irían a
buscarme pasado ese plazo. Pero ese plazo se cumple de aquí a un mes
—más o menos—,
y la nave en la que he de volver a la tierra parte de aquí a nueve
días.
—Ése
es el motivo de mi tristeza: yo no deseo volver a la tierra, a seguir
dando clase; ni jubilarme e ir a jugar a la petanca, al parque, con
otros viejos. Quiero ocupar los últimos años de mi vida en una
aventura intergaláctica, quiero participar en la lucha por la
libertad de un mundo desconocido y distante...
—Por
eso estaba tan atareado traduciendo todos aquellos manuscritos
hallados en Évora por mi sabio amigo, el arqueólogo alemán; pues
en ellos hay mucha información sobre aquellas mujeres que tenían
tratos con Satán, y como dice el refrán: “Por el hilo se llega al
ovillo...”
Todo
aquello que me contaba Édison me dejaba cada vez más sorprendido y
absorto. Y sin pensármelo dos veces le dije resuelto:
—Yo
te acompañaré a ese viaje, y si no te vienen a buscar antes de los
nueve días que restan hasta tu partida a la Tierra, podemos utilizar
el vehículo de limpieza de paneles solares que me han asignado, para
en él dirigirnos a donde se halla oculta su nave. ¡Me muero de
ganas por volver a ver a María, a veces no duermo pensando en ella!
—Ragazzo
innamorato... La
verdad es que tu ayuda puede ser de gran utilidad. No tengo forma de
establecer contacto con ellas y ponerlas al corriente de la orden que
he recibido, por la que me obligan a volver antes de la fecha
establecida para nuestra cita.
—Pero
no quiero que te metas en líos por mí. Piensa que el amor pasa y el
lío queda. A lo mejor María no siente por ti lo mismo que tú
sientes por ella. Las xoxonas son muy raras: como todas las
mujeres... Y en el caso de que pudiéramos llegar a su nave con tu
carro de limpieza y nos embarcásemos en esa gran aventura
intergaláctica, no hay ninguna seguridad de que podamos volver: ni a
la Tierra, ni al tiempo en que actualmente vivimos.
—Me
da igual —le contesté—;
todo lo que tenía que pensar ya está pensado, iré contigo a ese
viaje.
—De
acuerdo. Tú verás lo que haces... Comenzaremos esta misma noche a
hacer los planes de la fuga. Después de cenar nos reuniremos en mi
cuarto.
7
Esa
misma noche, en el cuarto de Édison, comenzamos a preparar el plan
de fuga:
—Vamos
a ver —dijo él—.
La situación es la siguiente: aunque no dispongo de ningún
dispositivo para comunicarme con ellas, el hecho es que a veces se
infiltran en la base sin que yo lo sepa. La mejor prueba de ello es
tu encuentro con María y con las demás. Cabe, pues, la posibilidad
de que lo vuelvan a hacer antes de que parta el cohete que me
devolverá a la Tierra.
—En
tal caso, y si se ponen en contacto con nosotros, podríamos
abandonar la base sin problemas, con su transmutador de
energía-materia. En caso contrario tendríamos que intentar llegar
hasta su nave a bordo de tu vehículo limpiador.
—Pues
vamos a ponernos en lo peor —contesté—.
Vamos a suponer que no aparecen por aquí y tenemos que ir en el
carro de la limpieza: ¿sabes dónde se encuentra esa nave?”
—Cuando
estuve allí, me lo explicaron en una especie de pantalla
tridimensional, que hacía las veces de mapa. No muy lejos de aquí,
en dirección norte, se haya el borde de un profundo y largo cañón:
en su interior está la nave.
—Me
dijeron que los radares de nuestra base no pueden detectar su
vehículo espacial; por el contrario, ellas, sí pueden localizar
todo lo que se mueva por la superficie del planeta.
—Supongo
que si observan que un vehículo abandona la base y se aproxima al
cañón, imaginarán que vamos a su encuentro y nos saldrán a
recibir. En caso contrario, nuestra misión habrá fracasado.
Ya
pasaban cuatro días desde aquella noche en que hicimos nuestros
planes. Hasta el momento no había venido a visitarnos las xoxonas.
Estaba
con Tinín en el vehículo limpiador. Él conducía y yo operaba el
cañón que lanzaba el chorro a presión sobre los paneles solares.
Íbamos
los dos solos, pues ninguno de los alumnos asignados a aquel trabajo
quería seguir. Tampoco los echábamos mucho de menos, más bien al
contrario.
Yo
seguía meditando sobre mi plan de fuga. Ya sabía manejar
perfectamente el carro, y sólo faltaba saber cuándo salíamos y
cómo hacerlo de forma que nadie lo advirtiese. En tales pensamientos
andaba absorto cuando Tinín me dijo:
—Hoy
es el último día que salimos al exterior en este cacharro. Me ha
dicho Peter Pan que nos van a asignar un nuevo trabajo, en otra
sección, porque van a automatizar la limpieza de los paneles
solares. Sea cual sea nuestra nueva misión, seguro que es mejor que
estar metidos en estos trastos durante seis horas al día.
—Esto
de la huelga ha sido providencial; casi todos esos gamberros se van a
la tierra, automatizan la limpieza de todos estos miles de paneles,
nos van a dar un trabajo mejor y nos subirán el sueldo. Has tenido
mucha suerte, has llegado en el momento en que esto parece que
empieza a mejorar.
—¿Y
qué harán con estos carros de limpieza? —le
pregunté.
—Supongo
que mañana mismo empezarán a desmontarlos. Usarán sus piezas para
cualquier otra cosa; aquí todo se recicla.
Nada
más oír aquello me vinieron a la cabeza los siguiente pensamientos:
“Las xoxonas no dan señales de vida y mañana desmontan estos
vehículos: los únicos que sé manejar. O actuamos rápidamente o
nuestro plan de fuga se viene abajo”.
Al
terminar mi jornada laboral corrí a avisar a Édison. Lo encontré
en su habitáculo y lo puse al corriente de todo; después le dije:
—Si
pretendemos partir por nuestros propios medios tendrá que ser esta
misma noche. A partir de mañana ya no tendremos vehículo con el que
huir. Aún cabe aún la posibilidad de que a las xoxonas se les
ocurra venir, pero ya queda menos de una semana para que parta el
cohete que te devolverá a la Tierra”.
Édison
no se lo pensó dos veces:
—¡Vámonos
esta misma noche!
Después
de cenar nos fuimos a su cuarto.
El
plan de fuga era bien simple: dirigirnos al hangar procurando no ser
vistos, coger el vehículo y largarnos.
—Vamos
a hacer las cosas lo mejor posible —le
dije—. Yo me voy ahora
mismo al hangar. Si alguien me pregunta qué hago allí, le digo que
me he dejado olvidada cualquier cosa en el carro y que voy a
recogerla. De todas formas, creo que no me encontraré a nadie. Según
me contó Tinín, antes dejaban dos robots de seguridad toda la
noche, por si alguno de esos alumnos gamberros iba a hacer alguna
pifia, pero después de la huelga no ha quedado ni un robot sano.
—En
fin, si veo que no hay ningún problema te llamo por el
intercomunicador personal. Tú procura llegar allí con el mayor
sigilo, y a ser posible sin que te vea nadie.
—Me
parece muy bien ese plan —contestó
Édison—. Sólo hay que
hacerle una pequeña modificación: mientras tú te encaminas al
hangar yo iré a la biblioteca, pues antes quiero recoger unos
valiosos documentos, que sin duda nos vendrán muy bien cuando
estemos en la Tierra Supongo que tampoco habrá nadie allí a estas
horas. Como no sé cuánto tiempo voy a tardar en recopilar toda la
información que necesito, te llamaré yo a ti a través del
intercomunicador personal. Si me dices que no hay novedades en el
hangar, iré a tu encuentro.
—De
acuerdo —le dije—,
si toda va según lo previsto esperaré tu llamada escondido dentro
del carro.
Salimos
ambos del cuarto y cada uno se dirigió al sitio acordado.
Llegué
al hangar y, tal como suponía, no había nadie. Todas las luces
estaban apagadas, excepto un pequeño proyector que iluminaba
tenuemente aquel lugar: poca luz, pero más que suficiente para mis
propósitos.
Allí
estaba el vehículo destinado a nuestra fuga. Comprobé la carga de
las baterías solares y vi que podíamos recorrer más de cien
quilómetros. Más que suficiente para llegar al cañón, en cuyo
interior, según Édison, estaba la nave de las xoxonas.
Me
aprovisioné allí mismo de agua potable y de pastillas alimenticias;
comprobé el nivel de oxigeno, el dispositivo de calefacción, los
trajes para salir al exterior...
Cuando
consideré que todo estaba listo me escondí dentro del carro y
esperé a que Édison llamase.
Ya
empezaba a impacientarme, pues pasaba el tiempo y no se ponía en
contacto conmigo. Llevaba casi una hora allí metido, escondido
dentro del carro; el hangar seguía desierto, pero la ansiada llamada
no acababa de producirse.
Comencé
a preocuparme: ¿y si le había pasado algo a mi amigo...?; ¿y si
nos descubrían y nos metíamos en problemas...? Al final, ya
bastante intranquilo, fui yo quien lo llamó a él por el
intercomunicador, pero nadie respondió. Y seguía pasando el
tiempo...
Ya
estaba a punto de abandonar la empresa y retirarme a mi cuarto,
cuando, de pronto, oí un ruido en aquel inmenso hangar. Afiné bien
el oído y percibí el rumor sordo de unas pisadas que avanzaban
lentamente...
Miré
furtivamente por la ventanilla del vehículo en donde me hallaba
oculto para ver quién era el que andaba por allí. La poca luz que
envolvía aquella vasta nave no me permitía distinguir con nitidez,
pero, poco a poco, percibí que un individuo se movía indeciso, como
desorientado, sin saber exactamente adónde ir. Comprobé que llevaba
dos cajas de tamaño considerable, como dos maletas: una en cada
mano.
Después
de un rato de minuciosa observación, comprobé que era Édison
buscando el carro; sin saber exactamente cuál era.
Salí
de mi escondite para recibirlo. Él se alegró mucho de verme, aunque
parecía algo excitado y preocupado...
—¿Cómo
has tardado tanto? —le
dije—; ¿por qué no me
llamaste por el intercomunicador? Me tenías muy preocupado, he
estado a punto de abandonar y largarme.
—He
tenido problemas para recopilar y traer todo lo necesario para el
buen éxito de la empresa. Y no te he llamado por temor a que alguien
oyese mi voz y se vinieran abajo todos nuestros proyectos.
Metimos
en el carro las dos voluminosas cajas que traía, que aunque en Marte
no eran demasiado pesadas, en la Tierra no se transportarían fácilmente.
—Parece
que te has traído media biblioteca —le
comenté.
—Nunca
se sabe lo que puede uno precisar cuando se embarca en una aventura
de estas características.
Una
vez instalados cogí los mandos y puse el carro en marcha. Avanzamos
unos metros hasta colocarnos frente al portón que conducía a la
cámara de despresurización. Desde el interior del carro activé el
sistema de apertura. Lenta y silenciosamente el portón se fue
levantando. Una vez que el paso quedó totalmente expedito nos
introdujimos el interior de la cámara. Apenas dos minutos después
ya estaban abiertas las compuertas que comunicaban con el exterior.
El
espectáculo me sobrecogió. Un erial inmenso y pedregoso, levemente
iluminado por los focos exteriores de la base, se perdía en un
horizonte oscuro y en un cielo pródigo en estrellas brillantes.
Me
quedé quieto, sin saber qué hacer, sin saber si seguir adelante...
Hasta que Édison me dijo:
—Vamos,
muchacho, no te quedes aquí parado. “La
suerte está echada”.
Salimos
por fin al exterior, enfilamos hacia el Norte, y al poco rato ya no
se percibía el menor trazo de luz, salvo aquélla que procedía de
las estrellas.
No
me atrevía a encender los focos del vehículo por si veían el
resplandor desde la base, que aún estaba cerca.
Como
apenas si podía ver lo que teníamos delante, puse al vehículo en
régimen de conducción automática, dirigiéndonos siempre hacia el
Norte.
El
cielo estaba limpio, plagado de estrellas; más brillantes que como
las vemos desde la Tierra. Allí estaba la Vía Láctea: “Leche
de estrellas para los ángeles gordos...”
Me
quedé como extasiado, viendo a través del techo transparente del
vehículo aquel espectáculo sobrecogedor de la Naturaleza —artista
sublime—.
La
Tierra se veía con la misma nitidez con que vemos a Venus desde
nuestro planeta, o aún mejor. Pero no sólo la Tierra; también la
Luna: un puntito luminoso junto a otro más brillante. Ambas unidas
para siempre en la inmensidad del cosmos. Y si el azar así lo había
determinado: ¿por qué no iba a determinar que yo estuviera, de
igual manera, unido a María...?
En
tales fantasías andaba absorto cuando Édison me restituyó
súbitamente a la realidad del viaje.
8
—El
carro está girando hacia el este, en vez de mantener el rumbo hacia
el norte, que llevábamos hasta el momento —me
dijo.
—Espero
que no sea nada —le
contesté—; el radar del
vehículo habrá detectado alguna roca de gran tamaño o algún
promontorio; algo, en definitiva, lo suficientemente grande como para
tener que rodearlo. Cuando nos alejemos un poco más de la base
encenderé los focos y así veremos el exterior con nitidez.
Poco
después, tal como suponía, el carro tomó de nuevo el rumbo
prefijado. Cuando llevábamos media hora de viaje, por fin me decidí
a encender las luces y comprobamos, muy a nuestro pesar, que aquella
planicie pedregosa que se extendía ante nuestros ojos, distaba mucho
de ser tan llana como a medida que avanzábamos. Rocas considerables,
pequeñas mesetas, declives, altozanos y fuertes pendientes se
presentaban ante nuestros ojos. Todas aquellas irregularidades del
terreno, si no hacían inviable nuestro plan, cuando menos nos
obligaban a dar grandes rodeos.
“Esto
no tiene nada que ver con los carriles por los que circulaba para
limpiar los paneles solares”, me decía a mí mismo; a la vez que
aumentaban mis dudas sobre el buen fin de nuestra aventura.
Pero
como dijo Édison: “La
suerte está echada”;
de modo que seguí mi camino como pude: rodeando obstáculos,
vadeando hondonadas...
Consulté
el mapa de aquella región y comprobé que, desde la base en la que
habitábamos, hasta el cañón donde se hallaba la nave de las
xoxonas, en línea recta, habría unos 80 kilómetros. Pero estaba
claro que íbamos a recorrer bastantes más para alcanzar nuestra
meta.
—¿Cuánto
crees que tardaremos en llagar? —preguntó
Édison.
—No
lo sé, pero con las vueltas que estamos dando, supongo que al
amanecer, de aquí a unas seis horas —le
contesté.
Desgraciadamente
no fue así, poco después apareció una gran colina, y para
bordearla tuvimos que recorrer aún más distancia de la prevista en
las peores estimaciones.
Por
fin, a las cinco de la madrugada, cuando todavía quedaban unos
quince quilómetros para llegar a nuestro destino, se consumió toda
la energía almacenada en las baterías y nos quedamos
irremisiblemente parados.
-
No hay otra forma de llegar que no sea andando —le
dije—; salvo que esperemos
a que se haga de día y la energía solar recargue las baterías del
carro.
—Esperar
puede ser el fin de nuestro viaje —contestó
él—. Al amanecer, cuando
los obreros vayan al hangar y se den cuenta de la desaparición del
vehículo, localizarán nuestra posición, vía satélite; y vendrán
a buscarnos en algún otro medio de transporte más potente y veloz
que este cacharro.
—Tienes
razón —le dije—,
no queda más remedio que continuar el viaje a pie. Dentro de estos
trajes tenemos oxígeno para unas cuatro horas. Creo que los quince
quilómetros que faltan los recorreremos en tres horas. Pero si algo
falla..., si tardamos más..., si las xoxonas no nos recogen...: será
nuestro fin.
—Ya
has hecho bastante por mí —dijo
Édison—; no tienes por
qué arriesgar el pellejo. Quédate en el carro si quieres, aquí
tienes oxígeno de sobra. Cuando amanezca, y ya me halle bien lejos
de aquí, te pones en contacto con la base. Les puedes decir que
perdí el juicio después de tantos años de docencia; que te obligué
bajo amenaza a traerme hasta aquí, y que después abandoné el carro
porque no quería ver nunca más a mis alumnos. Nadie albergará la
menor sospecha, nadie dudará de tu palabra, pues los manicomios y
sanatorios psiquiátricos de la Tierra están abarrotados de maestros
que han perdido el juicio.
Me
lo pensé un momento; pero enseguida me vino la imagen de mi amiga.
Tenía tantas ganas de volver a verla que fue breve mi indecisión.
Rápidamente
nos pusimos los trajes de andar por el exterior, nos tomamos unas
cuantas pastillas alimenticias y un buen trago de agua, nos ajustamos
la parte superior de la escafandra y, ¡ale!..., nos apeamos.
Las
cajas que había traído Édison eran bastante pesadas, pero como la
atracción de la gravedad marciana es más débil que la terrestre,
manteníamos un ritmos aceptable.
Podíamos
hablar entre nosotros mediante unos intercomunicadores instalados en
las escafandras, y eso hacíamos para rebajar la ansiedad que nos
embargaba.
—Esto
de la aventura —le dije—
tiene sus inconvenientes. Fíjate qué desayuno: unas pastillas y
agua fresca. Un buen café calentito nos hubiera sentado muy bien.
—Pues
yo echo también de menos el tabaco; aunque lo intento aún no he
superado la adicción a la nicotina, y después de desayunar siempre
me fumo uno o dos pitillos. ¡Y hablando de tabaco...!: con las
prisas se me ha olvidado equiparme. Solo tengo un paquete, y ya
empezado. Por si fuera poco, creo que las xoxonas no fuman; cuando
estuve en su nave ninguna lo hizo, ni vi ceniceros por allí. Tampoco
Monú encendió ningún pitillo...
—¿Monú?;
¿quién es ese Monú?, nunca me hablaste de él.
—Tienes
razón, no me había dado cuenta. Monú es un poco raro. Es alto y
extremadamente flaco; el color de su piel es verde-cactus. Los
labios, finos y bien marcados, son de color violáceo. Tiene una
nariz recta y larga y unas orejas bien afiladas. Los ojos son
grandes, de color salmón, algo saltones, como los de un besugo. Me
quedé pasmado cuando lo vi por primera vez; pero es un tipo
simpático y muy inteligente. ¿Y a qué no sabes de qué planeta
es...?
—Pues
no tengo ni idea, supongo que será de Xoxô.
—Pues
no señor: es de Mango.
—¡De
Mango...! Pero si tú mismo me dijiste que ese era el planeta del que
procedían los invasores de Xoxô.
Édison
se quedó momentáneamente mudo, como para darle, con la espera, más
expectación al relato.
—Bien,
no te quedes ahí callado —le
dije impaciente—. ¿Qué
hace ese tipo con nuestras amigas?
—Monú
es un gran científico. Fue precisamente él, uno de los que
diseñaron las naves que posteriormente se lanzaron a la conquista de
Xoxô. Pero Monú no concebía que aquello que con tanta devoción y
esfuerzo contribuyó a construir, fuese luego usado para invadir y
someter a otros mundos.
—Sufrió,
por tanto, una gran desilusión; se volvió escéptico y al final
terminó haciéndose poeta. Como quiera que sus opiniones se tornaran
incómodas para sus superiores y gobernantes, acabó siendo declarado
enemigo del sistema.
—Fue
juzgado y condenado a pasar veinte años de cautiverio en no sé cuál
asteroide-prisión de su sistema solar.
—Cuando
era transportado a tan terrible lugar, del que pocos regresaban
vivos; merced a su gran inteligencia consiguió neutralizar a los
robots que lo custodiaban y hacerse con el control de la nave en la
que era conducido a presidio.
—Una
vez dueño de los mandos, dudó acerca del destino que debía tomar.
Pensó primero en dirigirse a algún lejano planeta de otra galaxia,
habitado apenas por bestias y plantas, mas no por seres “racionales”,
y allí pasar los años que le quedaban de vida; meditando sobre la
inutilidad de la existencia. Ya
decía el gran poeta Fernando Pessoa:
“La vida de nada
sirve; pensar en la vida de nada sirve...”
—Pero
al final, aun a riesgo de jugarse el pellejo, optó por dirigir su
nave al planeta Xoxô. Creyó que estaba en deuda con aquellos seres
a los que, aunque involuntariamente, había contribuido a subyugar.
En
este punto Édison detuvo su narración, sentándose sobre una de las
muchas rocas que por allí había. Después de un breve instante me
dijo:
—Vamos
a parar un poco, estoy cansado. ¿Cuánto falta para llegar?,
llevamos ya más de una hora andando.
—Pues
no lo sé; supongo que aún queda hora y media, o algo más; vamos a
buen paso. Pero recuerda que tenemos oxígeno sólo para cuatro
horas; haz un esfuerzo, cuanto más avancemos, más oportunidad
tendremos de salvarnos.
—De
acuerdo, pero caminaremos un poco más despacio, yendo más
descansados también consumiremos menos oxígeno.
Después
de una breve pausa emprendimos de nuevo la marcha; más sosegada,
como quería Édison. Le pedí entonces que siguiera con la historia
de Monú.
—Pues
como te iba diciendo, Monú tomó una decisión que le honra; se puso
a disposición de las xoxonas para contribuir, en la medida de sus
posibilidades, a la lucha por la liberación de Xoxô. Sin ir más
lejos, la nave a la que nos dirigimos es aquella de la que él se
apoderó cuando inutilizó a los robots que lo conducían al
asteroide-presidio. Y como esta puede viajar a través del
espacio-tiempo, decidieron iniciar este largo periplo para buscar
ayuda en otros mundos: ¡difícil misión!.
—Emprendieron
el viaje sin fijar un destino, y decidieron dar un salto por el
espacio-tiempo para alejarse lo más posible de Xoxô; mas, como
quiera que tales saltos no siempre resultan bonancibles, aparecieron
justo en el cinturón de asteroides; con tan mala fortuna que la nave
fue a chocar contra uno de esos cuerpos rocosos, lo que produjo una
avería que precisaba reparación.
—Marte
era el planeta que les pillaba más cerca y aquí vinieron para tal
fin. Entonces fue cuando se percataron de la existencia de nuestra
base y, de forma discreta, decidieron ponerse en contacto con
nosotros.
—Y
ahora ya ves...; somos nosotros los que queremos llegar a ellas. Tú,
porque te mueres de ganas por volver a ver a María; yo, porque me
muero de ganas por abandonar la docencia: aquí estamos, como dos
gilipollas, jugándonos el pellejo”.
—Es
que “El corazón
tiene razones que la propia razón desconoce”
—le
contesté.
—Debe
ser eso... —dijo él.
Y
así, con esta y otras pláticas iba pasando el tiempo, hasta que
comenzamos a percibir cómo, por el este, la cerrazón del cielo se
iba coloreando de un tenue fulgor rojizo. Aún no se veía el disco
del sol, pero sin duda faltaba ya poco: comenzaba a amanecer...
9
Anduvimos
aún algo más. Al final llegamos al borde de aquel inmenso
precipicio que constituía una de las paredes del cañón.
Justo
en ese momento los primeros rayos del sol empezaban a proyectarse
sobre aquella planicie cósmica; brutalmente cortada por la recia
mano de la naturaleza.
El
otro extremo de aquel impresionante cañón se encontraba como mínimo
a tres kilómetros de nosotros y, según decían los planos
topográficos, tenía unos ochocientos metros de profundidad.
A
medida que pasaba el tiempo la luz se iba adueñando de aquel paraje
sobrecogedor. Las sombras que proyectaban las incontables rocas que
por allí había, eran como largas manchas oscuras que poblasen aquel
desierto rojizo y frío.
El
cielo adquiría por momentos un matiz más claro y rosado. Pero aun
siendo todo aquello impresionante, lo que más me sorprendió fue ver
cómo se iba iluminando, lentamente, la pared opuesta del
desfiladero.
Eran
ya las ocho de la mañana, nos quedaba apenas una hora de oxígeno y
no disponíamos, en nuestras escafandras, de ningún emisor para
comunicarnos con la base. Sólo había una alternativa: quedarnos
donde estábamos. Si las xoxonas habían detectado nuestra presencia
y venían a rescatarnos, viviríamos. Si no, aquel sería nuestro
último amanecer.
Pasaba
el tiempo y nadie aparecía por allí; ya empezaba a preocuparme:
—Este
cañón es inmenso, debe tener muchos kilómetros de largo; tal vez
la nave de las xoxonas esté muy lejos de aquí, y no disponemos de
ningún medio para ponernos en contacto con ellas.
—Tranquilízate
—me dijo Édison—
y estáte quieto, cuanto más te muevas más rápidamente consumirás
el oxígeno que te queda. Solo resta sentarnos y esperar.
Así,
esperando, pasó media hora. Los dos en silencio. Yo, cada vez más
arrepentido de haberme metido en aquel berenjenal, de haberme
enamorado de María; maldecía a Cupido: “¡Vil embaucador: bien
sabes tú que el amor trae muchas más que complicaciones...!”
Pero
de pronto, por el Oeste, del fondo de aquel abismo comenzó a emerger
un objeto brillante y plateado, que contrastaba vivamente con el
firmamento rojizo. Al principio parecía muy pequeño, pero, poco a
poco, a medida que se acercaba hacia donde estábamos, se distinguía
mejor.
—¡Ahí
están! —gritó Édison
entusiasmado— ¡Estaba
seguro de que nos encontrarían!
Aquella
formidable nave se fue aproximando lentamente hasta que por fin se
detuvo, justo al lado del lugar en que nos encontrábamos. Suspendida
en el aire, a solo unos cuatro metros del suelo, pero sin llegar
nunca a tocarlo.
No
emitía ruido alguno, apenas se percibía una pequeña vibración; la
sensación casi imperceptible de que la tierra temblaba bajo mis
pies.
Aquel
artefacto tenía la forma clásica de un platillo volante; de color
plateado, tirando a oscuro y muy brillante. De unos 60 metros de
diámetro. Giraba lentamente sobre sí mismo, pero sin desplazarse ni
un milímetro de la posición en la que se detuvo.
Nos
quedamos quietos, de tan impresionados que estábamos ante semejante
aparición.
Poco
después, de la panza de aquel platillo volante, se proyectó hacia
el suelo una especie de tubo de luz; de aproximadamente dos metro de
diámetro, que, pasados unos segundos, se desvaneció. Entonces
pudimos ver, justo en el lugar donde se había proyectado aquel ancho
haz luminoso, a una figura vestida con un reluciente traje espacial.
La escafandra era esférica y transparentare, como si la cabeza de
aquel ser estuviese cubierta por una gran pecera.
Se
acercó hasta donde estábamos y al llegar a nuestra altura nos
saludó haciendo un gesto con la mano.
Enseguida
la reconocí. Era una de aquellas chicas que se hacían pasar por
terrícola en la base. Al verla sentí una alegría infinita.
Aunque
aquellos trajes nos hurtaban el sentido del tacto, recogí su mano
entre las mías, a la vez que, mirándola, sonreía agradecido.
Ella
también sonrió de forma abierta y franca. Después, mediante
gestos, nos indicó que la siguiésemos. Fuimos caminando por debajo
de la nave hasta llegar al centro. En aquel punto, el platillo
volante apenas si estaba a dos metros sobre nuestras cabezas.
Continuaba suspendido en el aire por alguna fuerza desconocida,
girando muy lentamente sobre sí mismo.
Entonces
nuestras amiga nos atrajo hacia sí, agarrándonos por los brazos;
cuando estuvimos los tres bien juntos, se proyectó sobre nosotros
una espacie de haz luminoso que nos envolvió por completo. Hasta tal
punto que dejé de ver todo lo que había a mí alrededor. Por un
momento sentí vértigo, como si una fuerza desconocida me hiciese
girar sobre mí mismo. Pero aquella sensación de pérdida de
consciencia duro muy poco; cuando me quise dar cuenta ya estábamos
los tres a bordo.
Nos
quitamos las escafandras y nos pusimos cómodos. Vi a María; fue en
lo primero que me fijé, sólo tenía ojos para ella, estaba como
embobado. El amor me tenía algo trastornado. Me daban ganas de
abrazarla y besarla, allí mismo, delante de todo el mundo; pero como
era un poco tímido me daba vergüenza.
Además
de mi amada, había en la nave otras cinco jóvenes xoxonas; tres de
las cuales no eran otras sino las que conocía de la base, cuando se
hicieron pasar por terrícolas. A las otras dos no las había visto
antes. También estaba allí Monú, que tal como me contó Édison,
era un tipo bastante raro.
Nos
explicaron que no habían salido antes a nuestro encuentro porque no
imaginaban que fuésemos nosotros. Pero, cuando detectaron que nos
quedábamos quietos, al borde del abismo, supusieron que, fuésemos
quienes fuésemos, deseábamos ponernos en contacto con ellas.
Entonces fue cuando dirigieron su nave hacia el lugar en que nos
encontrábamos y, a través de su amplificador de imagen, pudieron
comprobar quiénes éramos.
Por
nuestra parte les explicamos el motivo de la precipitada fuga.
Entonces comprobé que María parecía contenta y satisfecha, pues la
reparación de su nave estaba casi concluida y el adelanto en nuestra
llegada acortaba en unos días el inicio del viaje hacia la Tierra.
Luego
de la natural agitación interior por ver a quien tanto amaba, me
puse a observar detenidamente a Monú. Era aún más raro de lo que
me imaginaba. Sus ojos eran grandes, muy grandes y muy brillantes;
saltones y completamente redondos. El iris, de color salmón, también
era enorme, y las pupilas, eran dos finas rayas negras y
horizontales. Pero lo que más me impresionó fue comprobar que sus
párpados no se abrían y cerraban de arriba a abajo, como los de los
humanos; sino de izquierda a derecha. Su cabeza también era digna de
mención: muy alargada, como un melón de Villaconejos. En vez de
pelo tenía escamas plateadas; muy finas y largas, pero escamas a fin
de cuentas. A lo mejor era un saurio-humanoide, o un
humanoide-saurio. Vaya usted a saber... Eso sí, cola no tenía.
Noté
que él también me observaba de arriba a abajo, con no menos
interés.
—¡Es
increíble! —dijo Monú,
que ya dominaba nuestro idioma—,
no alcanzo a comprender cómo, tanto en la Tierra como en Xoxô, que
distan millones de años luz, existan seres tan parecidos. A simple
vista nadie sabría decir cuál es de un planeta y cuál de otro;
esto no tiene una explicación lógica.
—No
tendrá explicación lógica —le
contestó María-, pero el hecho es que hasta pueden copular con
nosotras. Yo misma lo comprobé, con este joven, cuando estuve en la
base de los terrícolas.
Aquellas
palabras me turbaron profundamente. Hablaba de copular conmigo como
si se tratara de un experimento científico. ¡Con lo enamorado que
estaba de ella...!
Deduje
de lo que había dicho, que tal vez el amor, en su planeta, estaba
sujeto a otros usos y costumbres. Y vino a corroborar tal suposición
el hecho de que cuando María dijo: “...hasta
pueden copular con nosotras.”,
las otras xoxonas me miraron con ojos ávidos. Hubo incluso una que
se relamía los labios mientras clavaba sus ojos en mí.
Yo
les dije que el amor, entre los terrícolas, era algo que estaba por
encima del simple apareamiento; que era un estado especial del
espíritu.
Ellas
me miraron atónitas, con cara de no haber entendido nada, como si se
dijesen a sí mismas: “Qué
cosas más raras dice el tío éste...”
Entonces
intervino Édison:
—Pues
a mi espíritu no le vendría nada mal un café, Estoy harto de agua
y pastillas alimenticias.
—¡Café!;
¿qué es eso? —preguntó
Monú.
—Un
líquido negro y caliente que toman los terrícolas —le
dijo María—. Nosotras lo
bebimos cuando estuvimos en la base. Le echan unos polvos blancos y
lo menean todo con una especie de palito.
—¡Señora!
—dijo Édison,
dirigiéndose a María un tanto indignado—;
¡cómo que un líquido negro y caliente! El café es desde hace
muchos siglos la infusión más apreciada en la Tierra. Y esos polvos
blancos de que habla, son el azúcar.
María
lo miró un tanto extrañada y sin decir palabra. Se conoce que era
la primera vez que un terrestre se dirigía a ella así, en ese tono.
Todo
parecía indicar que la ausencia de café era algo que a Édison le
cambiaba el carácter.
Fue
Monú quien rompió el hielo:
—Nuestros
amigos tendrán ganas de comer y descansar; retornemos a nuestra
base.
Acto
seguido, y sin que nadie tocase un solo mando, noté que la nave se
elevaba lentamente. A la vez, comprobé cómo la cúpula que nos
servía de techo se hacía transparente; parecía hecha de un cristal
que fuese perdiendo poco a poco su opacidad.
Nos
elevamos, pero no mucho, giramos hacia el borde del cañón y
comenzamos a descender lentamente hasta la sima de aquel descomunal
abismo.
Cuando
al final la nave se detuvo, fuimos transbordados a una base que había
en aquel lugar. Era ésta pequeña, como la carpa de un circo
ambulante; como si aquello fuese una instalación provisional.
Nos
recibieron otras dos jóvenes xoxonas a las que nunca antes había
visto. También había dos extraños robots.
—Aquí
es dónde permanecemos la mayor parte del tiempo desde que llegamos a
Marte —dijo Monú—.
Estos robots que veis, son los que me vigilaban y conducían la nave
cuando intentaron mandarme al asteroide-presidio. Conseguí
reprogramarlos, y ahora están para lo que nosotros queramos. En
estos momentos los usamos para reparar los daños que sufrieron
algunas piezas cuando chocamos con el asteroide. Ya falta poco para
terminar y pronto podremos partir hacia la Tierra.
Aquellos
cacharros no eran unos androides stricto
sensu. Su forma en
nada se parecía a la de una figura humana. Más bien recordaban a
aquellos enormes saurios carnívoros que en tiempos remotos poblaron
la Tierra. Tenían más de dos metros de alto. Cuando estaban parados
se apoyaban en el suelo mediante dos robustas patas y una cola no
menos recia. Cuando avanzaban, inclinaba el cuerpo hacia delante y
levantaban la cola del suelo. Sus brazos eran cortos, rematados por
una especie de manos muy especializadas, incluso para labores de alta
precisión. Lo que más me impresionó, no obstante, fue la cabeza,
dotada de unas enormes mandíbulas, en las que se insertaban dos
filas paralelas de afilados colmillos metálicos. Y no menos
sorprendido quedé al observar lo que parecían ser los ojos de
aquellos ingenios; de los que vi proyectarse sendos rayos calóricos,
utilizados para fundir, como si fuese mantequilla, una pieza de metal
cilíndrica y pulida.
—Por
qué tienen esos terribles colmillos —le
pregunté a Monú.
—Los
diseñan así para aterrorizar a todo aquel que ose oponer
resistencia. Supongo que ver cómo alguien es descuartizado por esas
terribles mandíbulas, debe producir tal sobresalto que trastorne el
ánimo del más valiente: terror psicológico.
Iba
a continuar preguntándole más cosas pero en ese momento se acercó
una de las jóvenes xoxonas con una especie de desayuno: sin café y
sin un pitillo que echarse a la boca después de la refacción.
Luego
de acabado el tentempié, intervino Édison:
—Cuantos
antes comencemos los preparativos para largarnos de aquí, tanto
mejor.
Y
dicho esto le propuso a María y a Monú que volviesen con él a la
nave; pues allí se dejó toda la documentación necesaria para
indicarles, con precisión, a qué tiempo y lugar teníamos que
dirigirnos para dar con aquellas brujas que tenían tratos con el
Diablo.
Las
jóvenes xoxonas, que en total eran siete, se quedaban en aquella
pequeña base de operaciones. Y la pidieron a María —que
era la que mandaba— que me
que dejase allí, con ellas, para que aprendiese a manejar los
robots...
A
María le pareció muy bien la idea; aunque a mí, no. Pero aún
albergaba la esperanza de que ella me quisiese y me mandase luego
llamar para estar conmigo.
-
Muchacho, aliméntate bien; sospecho que estas señoritas con las que
te quedas son muy fogosas —Me
dijo Édison, no sin cierta malicia, antes de retirarse.
Y
allí me quedé, solo, con aquellas chicas y aquellos extraños
robots. Las muchachas, robustas y fuertes, me miraban y hablaban
entre ellas en su lengua, riendo pícaramente. Entonces se apoderó
de mí una súbita tristeza.
Pensé
en los motivos que los demás tenían para encontrarse allí.
María
y las otras xoxonas buscaban ayuda para liberar su invadido planeta.
A Monú tampoco le faltaban razones; habían intentado mandarlo a una
prisión de la que probablemente no saldría vivo. ¡Y qué decir de
los motivos de Édison!; tal vez los más poderosos: huir de la
docencia.
Pero
yo...: ¿qué causas pendientes tenía para abandonar mi mundo y mi
vida...? ¿Acaso no me habían subido el sueldo?; ¿acaso no habían
mejorado mis condiciones laborales después de la huelga?; ¿acaso no
regresaban a la Tierra aquellos alumnos gamberros?...
Si
me hubiera quedado en la base, uno o dos años, habría ahorrado lo
suficiente como para comprarme un pisito, en mi barrio, cerca de mi
familia y mis amigos. Seguro que me hubiera echado una buena novia
con la que casarme, como quería mi mamá.
Pero
todo aquel castillo de ilusiones estaba definitivamente derrumbado.
¿Por qué?: porque me había dejado arrastrar por una pasión que al
parecer no era correspondida con la misma intensidad.
Al
verme así, afligido y cabizbajo, aquellas muchachas se acercaron aún
más, para observarme detenidamente. Hablaban en su idioma, supongo
que de mí.
Por
fin una de ellas se puso frente a mí, mirándome. Cogió mis manos
entre las suyas y me dijo:
—Tú
no eres como los demás: tú eres un valiente. Has venido a ayudarnos
porque has querido, como Monú y como Édison, y nosotras te
admiramos.
Al
oír aquellas palabras y al ver la expresión de su semblante,
sincera y amorosa, me sentí fortalecido. Todos aquellos pensamientos
tristes que se iban apoderando de mí, desaparecieron como por
encanto.
10
Apenas
una semana después ya estaba desmantelada la pequeña base. La nave,
por fin, totalmente reparada.
Édisón se dirigió a todos nosotros:
—Amigas
y amigos: ya que María no duda en acudir a los lugares más
intrincados con tal de conseguir ayuda para liberar Xoxô; vamos a
intentar llegar a un sitio ciertamente escabroso: nada menos que al
mismísimo Infierno.
—Mas
para realizar tal viaje necesitamos consultar a alguien que cuando
menos haya tenido relaciones o encuentros con el propio Satán o, en
su defecto, con alguno de sus acólitos.
—Como
quiera que en los tiempos que corren hoy por hoy en la Tierra, de
acerbo pragmatismo, es prácticamente imposible encontrar a alguien
que sepa donde mora el susodicho Diablo, he traducido estos
documentos de la Inquisición, que tratan de los procesos a que
fueron sometidas unas brujas del siglo XVII.
—Muchas
de estas mujeres fueron acusadas, precisamente, de tener tratos con
el Maligno. Algunas, incluso, fueron llevadas a la hoguera por tal
motivo.
—Después
de un estudio exhaustivo de tales legajos, he llegado a la conclusión
de que la persona que más se ajusta a nuestras expectativas se
llamaba Inés Cadela. Esa mujer fue capturada por los esbirros del
“Santo Oficio” el 26 de octubre de 1692. Os voy a leer,
íntegramente, lo que contó en los interrogatorios a que fue
sometida.
Édison
comenzó a leer... Omito la primera parte del documento que ya fue
revelada al lector de esta verdadera historia en el capítulo tres. Transcribo
a continuación el relato desde el punto en que lo dejamos en aquella
ocasión:
“...
El lenguaje y los modos con que el Demonio se dirige a ellas, difiere
de cómo los hombres hablan a las mujeres. Solamente se entienden a
través de cierta jerigonza y modo de silbar y hablar entre dientes.
Y muchas de ellas, o todas, tienen a un demonio, con el que duermen,
por su marido o rufián, y lo llaman, algunas: Mi Coroal.
Los
días en que se juntan son los miércoles y los viernes; tales días,
dando el reloj las doce de la noche, las brujas se untan con ciertos
ungüentos de confección diabólica. Después de untadas, el Demonio
las lleva por la ventana, por la chimenea o a través de algún
agujero por donde pueda caber una mujer, y, en breves momentos,
volando por los aires, las dejan en ciertos parajes que ellas
desconocen”.
Paró
en este punto Édison su lectura para tomar aliento, pero antes de
que pudiese de nuevo continuar, María le dijo:
—No
hace falta que sigas leyendo, no necesitamos por ahora más detalles.
Ya sabemos que esa mujer que vivió en el pasado de tu planeta
trataba con el Diablo, el Demonio, el Maligno..., o como se llame.
—Ahora
sólo resta saber si Monú puede conseguir que la nave retroceda al
tiempo en que vivía aquella bruja. Si esto es así, hablar con ella
y pedirle que nos ponga en contacto con el Demonio. Y si, como dices,
en ese lugar al que llaman Infierno existe el fuego eterno, estudiar
la forma de transportarlo a Xoxô, para ver si así podemos librarnos
de una vez por todas del maldito invasor que nos subyuga y aflige.
—Así
que manos a la obra...
—A
ver, Monú: ¿están ya hechos los cálculos para trasladarnos al
tiempo en que vivía aquella bruja?
—Sí, señora, creo que está todo listo. Hemos tenido que trabajar
duro Édison y yo para afinar al máximo. El modo que tienen los
terrícolas de medir el tiempo, nada tiene que ver con el que usamos
en mi planeta. No obstante, salvo fallo o error imprevisto, creo que
podremos retroceder justo hasta el momento en que vivía aquella
señora bruja.
—¡Pues
ale! —dijo María—,
pon la nave en marcha y larguémonos de una vez de este planeta
inhóspito y frío.
Recuerdo
aquel día como si lo viviese hoy mismo. Monú había decidido correr
el menor riesgo posible. Tenía en su haber la experiencia del viaje
anterior a través del espacio-tiempo; cuando chocaron con el
asteroide que averió la nave, y no estaba dispuesto a que un
incidente similar volviera a repetirse.
Optó,
pues, por viajar en el tiempo sin desplazamiento por el espacio.
Retrocederíamos a primeros de 1692 (año terrestre), sin movernos de
un punto muy próximo a Marte, y después partiríamos hacia la
Tierra.
La
nave comenzó a elevarse majestuosamente desde la sima del cañón.
Seguimos subiendo y subiendo hasta situarnos a una distancia
prudencial de Marte.
No
puedo decir a cuánta distancia nos hallábamos del planeta; lo
único que recuerdo perfectamente es que la nave se orientó hacia
una posición desde la que podíamos verlo totalmente iluminado por
el sol.
Para
que el lector pueda hacerse una idea precisa, veíamos Marte de un
tamaño tres o cuatro veces mayor que el de la luna llena vista desde
la Tierra.
Entonces
Monú nos dijo a todos:
—Vamos
a retroceder al tiempo que nos ha indicado nuestro amigo Édison.
Para ello voy a poner en práctica un nuevo sistema. La nave girará
sobre sí misma a una velocidad superior a la de la luz; generando
así un agujero de gusano que nos transportará hacia el pasado. De
tal modo y manera que, si todo sale como supongo, nos encontraremos,
finalizadas las rotaciones, en el mismo lugar en que nos encontramos
ahora pero en el tiempo exacto al que pretendemos llegar.
—Para
que nuestros cuerpos no sufran daño alguno, cada uno de nosotros
tendrá que introducirse dentro de estos diminutos compartimentos en
los que apenas cabe una persona.
Los
habitáculos de que hablaba Monú eran unos largos y estrechos
cilindros, de un material bruñido, opaco y muy brillante, que se
hallaban en la parte inferior de la nave. En total sumarían unos
veinte.
Las
xoxonas, que ya habían viajado a través del tiempo, se introdujeron
cada una en el suyo sin el menor sobresalto o temor.
Al
final quedábamos sólo Édison y yo. Édison hizo lo propio y Monú
cerró el cilindro como antes hiciera con los otros; como me vio
preocupado e indeciso, me dijo:
—Vamos,
muchacho..., métete ahí; si te quedas fuera tu cuerpo se
desintegrará.
—Pero
y tú..., no te introduces en un habitáculo de estos... —le
contesté.
—Claro
que sí; en cuanto estés dentro y cierre el tuyo. Vamos..., no
tengas miedo y haz lo que te digo. Aquí tenemos que confiar
ciegamente los unos en los otros. Todos luchamos por el bien más
preciado: liberar el planeta de María.
Aquellas
palabras me tranquilizaron un poco, y al final terminé metiéndome
en aquel estrecho habitáculo. Tan estrecho que para poder cerrarlo
tuve que encoger los brazos por encima del pecho. Una vez en el
interior, ya cerrada la tapa, la oscuridad era total. Y tal como
suponía, comenzó a apoderarse de mí una insoportable
claustrofobia. Intenté moverme, agitar los brazos; pero fue cuando
empecé a notar cómo una masa blanda y viscosa se expandía por la
superficie que aún quedaba en aquel diminuto espacio por ocupar.
Entonces noté una sensación peor aún: ya no podía respirar y la
inmovilidad era total.
Afortunadamente
aquella insoportable angustia duró poco. Enseguida perdí el
conocimiento.
No
sé cuánto tiempo permanecí allí metido; sólo recuerdo que noté
unos golpecitos en el rostro y una voz distante que me decía:
“Vamos..., despierta...”
Cuando
por fin abrí los ojos, comprobé que era una de las jóvenes xoxonas
que, a base de darme unos cuantos tortazos, consiguió sacarme del
letargo en que anduve sumido.
Lo
primero que recordé, al recuperar la consciencia, fue la sensación
de angustia que me produjo el haber estado encerrado en aquel
diminuto cubículo. Pero ahora ya no estaba allí. Me hallaba con los
demás, en la parte superior de la nave. Contemplando, como antes, y
desde la misma distancia, al planeta Marte.
—Ya
hemos viajado al pasado —dijo
Monú.
La
verdad era que, excepto un fuerte dolor de cabeza, yo no percibía
nada que hiciese suponer que hubiésemos sido transportados al
pasado.
—Entonces
me dijo Édison:
—Mira
ahora la superficie del planeta.
Fue
cuando pude apreciar que algo había ocurrido. Antes del supuesto
viaje por el tiempo, Marte se veía con toda nitidez. Sin embargo,
ahora estaba completamente envuelto por una capa de nubes rojizas en
movimiento.
—Lo
que estás viendo son esas nubes de polvo que arrastra el viento y
que cada diez años, aproximadamente, asolan toda la superficie del
planeta; hasta tal punto que es totalmente imposible distinguir el
más burdo perfil de su relieve.
Después
observé a Monú que andaba de un lado para otro, revisándolo todo.
Finalizada aquella inspección nos dijo:
—El
viaje en el tiempo se ha realizado con precisión matemática; todos
estamos bien y la nave no ha sufrido el menor daño. Sólo resta,
ahora, encaminarnos hacia la Tierra.