lunes, 24 de octubre de 2022

AMOR PLATÓNICO

 

Estamos Pedro y yo en el velatorio en donde también se encuentra José, de cuerpo presente; velado por su esposa, Maruja; y por Luisa, su hija.

De José sé que de joven fue jipi, que fumaba porros y que estuvo en la India y en el Nepal; después se reconvirtió, aprobó una oposición y estuvo cuarenta años trabajando como funcionario de Correos. Se jubiló hace tres años y se convirtió en un alcohólico incorregible, hasta el punto de hacerle la vida imposible a Maruja. De hecho, ella misma me contó, hace un mes, cuando la encontré en el supermercado, que estaba tramitando el divorcio.

A pesar de semejante historial, Pedro lo considera un ser destacado y me pide encarecidamente, ya que soy un gran escritor, que escriba una novela sobre la vida del difunto. Creo que es mi deber acceder a los deseos de un amigo que nunca me falló en mis momentos difíciles, pero a decir verdad, me parece que mi tiempo no ha de ser desperdiciado en semejante empresa, y recuerdo ese poema de Pessoa que comienza diciendo: "¡Ay, qué placer no cumplir un deber!".

A todo esto, como es temprano y Maruja y Luisa aún no han desayunado, las acompaño a una cafetería. Luego del café con tostadas, Luisa, que es abogada, le explica a su mamá en cuánto se va a incrementar su pensión al quedarse viuda. Y en esto, inesperadamente, llega Pedro diciendo, demacrado y alterado:

¡José se ha levantado del ataúd! Al parecer había sufrido, después de beber más de la cuenta, un ataque de catalepsia tan profundo que lo habían dado por muerto.

Al instante pienso: "¡Ay, que placer no cumplir un deber!". Pero Maruja casi se desmaya del susto. En cuanto se recupera le digo lo que debí decirle hace más cincuenta años: ¡Que la amo con locura, que es el amor de mi vida! Además, que en cuanto se divorcie me gustaría casarme con ella.

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