domingo, 19 de abril de 2020

MARUJA




MARUJA
(copyright) Juan Martín Ruiz


Son la ilusión profunda que no muere
y el sueño palpitante que navega
los que hacen que la dicha resucite
al ritmo de un amor que es mar abierto.

Bogando por las ondas de tu pelo,
bañado de misterios por la luna,
la noche de tus ojos me fascina
y a mundos primordiales me regresa.

La luz inmemorial de tu mirada
desvela la pasión que por ti siento
y el ansia de tenerte entre mis brazos.

La brasa de amapolas y claveles
me quema con los besos de tu boca
y enciende el fuego vivo de este amor.


I


Lleva el río profundo
la palabra tan leve,
la de los tiempos idos
y el instante tan breve.

¡Cuánto sueño que brota
de pasados momentos!
¡Cuánta ausencia que crea
los más duros tormentos!

La ilusión va forjando
lo que no ha de volver,
la fragancia de otrora,
el verdor del ayer;

lo que nunca regresa,
lo que fue y no será,
lo que estando ya muerto
nunca más morirá.

*    *    *    *

Dormido me quedé en la estación de los viajes por el espacio-tiempo. Cuando despierto nos avisan de que la nave que debemos tomar ya está lista y que pronto podremos acceder a ella.
     
Somos bastantes los destinados a tal aventura. Yo estoy junto a una señora que me dice que el fin de su viaje es retroceder en el tiempo hasta la edad de 20 años, para reencontrarse con el único y exclusivo gran amor de su vida; dicho ser había desaparecido en julio de 1973, hace cuarenta y seis años.

―Si no es indiscreción ―le pregunto―, ¿a qué fue debida tal desaparición?

―Él se fue a París, a trabajar; desde allí me escribía cada semana, diciéndome que las cosas iban mejorando, que se iba aclimatando al estilo francés y que en cuanto pudiera, podríamos reunirnos en tan bella ciudad; pero he aquí que a los tres meses me llama por teléfono y me dice que el viaje que estaba a punto de realizar para con él reunirme, tendría que aplazarse cosa de un mes…

―¡Vaya por Dios, vaya contratiempo!, ¿y a qué fue debido tal aplazamiento?

―Pues verá, según me contó, tal hecho se dio porque la empresa en donde trabajaba lo necesitaba para una labor en Cayena, capital de la Guayana Francesa. También me dijo que sería cosa de solo un mes y que después volvería a París y que allí nos encontraríamos, tal como estaba previsto…

En ese momento su voz se entrecorta, puedo ver cómo se emociona y cómo una lágrima comienza a correr por su mejilla. No quiero seguir preguntando y supongo que fue a raíz de ese viaje cuando el ser amado desapareció de su vida.

Después de un rato, cuando ya se ha enjugado las lágrimas, es ella la que dice:

―El caso es que no volví a tener cartas suyas, ni me llamó por teléfono nunca más. Intenté indagar sobre su paradero en la compañía para la que trabajaba, pero lo único que pudieron decirme fue que un fin de semana, aprovechando una excursión que el personal de la empresa hacía al Brasil, mi amado no volvió a Cayena, y nunca más supe de él.

―Espero que en este viaje al pasado lo vuelva a encontrar y no vuelva a desaparecer.

―Eso espero yo también ―dice ella, compungida.

―Y usted, caballero, si no es indiscreción, ¿por qué realiza el viaje?

―Pues verá, van a hacer cincuenta años, cuando apenas yo tenía 17 años y me faltaba poco para cumplir los 18, perdí mi hogar. Soy huérfano de madre y mi padre tuvo que vender la casa en que vivíamos por necesidades económicas, y además porque se volvió a casar y nos fuimos a vivir a casa de su nueva esposa.

―Triste historia: perder el hogar de la infancia y la adolescencia, para irse a vivir a casa de la madrastra, no ha de ser nada agradable.

―¡Nada en absoluto! De hecho, mi anhelo, mi sueño desde entonces, ha sido recuperar el hogar perdido. Es la única razón de mi vida. He hecho lo que he podido, he ahorrado por si los actuales propietarios quisieran vendérmela, pero todo ha sido en vano, y cansado de esperar he decidido volver a 1968, cuando solo tenía 15 años, dos años antes de perder mi amado hogar, para ver qué puedo hacer para que tal perdida no vuelva a repetirse.

―Espero que lo consiga y que esa casa nuca deje de ser suya.

―Y yo que encuentre a ese amor que tanto anhela, y que lo conserve para siempre.

Nos informan por megafonía que el embarque en la nave del tiempo se efectuará en veinte minutos.

―Así podremos charlar un rato más. Por cierto, me llamo Iván, ¿cómo se llama usted?

―No me llames más de usted; me llamo Maruja.

―¡Vaya, qué casualidad! Cuando tenía 15 años me gustaba mucho una chica de mi barrio que se llamaba Maruja. Era un amor platónico indescriptible, pero mi timidez me impedía declararle tan sublime sentimiento y, por las noches, en mi casa, recreaba su imagen y todo el universo giraba en torno suyo, porque, como supongo que sabrás, el amor es lo más grande, mágico y trascendente que posee el ser humano. Sin amor la vida carece del más mínimo sentido…

―¡Qué cosas más bonitas dices, pareces un poeta! Además, ocurre un hecho muy curioso: resulta que cuando tenía unos 14 o 15 años, un tal Iván, que era del barrio, le dijo a mi hermano que yo le gustaba mucho, pero ese Iván nunca me lo confesó personalmente, aunque yo notaba que me miraba intensamente cuando pasaba por la calle.

―¿¡Ese hermano tuyo no se llama por casualidad Rafael?!

―¡Claro que sí! ¡Yo soy esa Maruja de que hablas!

―¡Esto es como un milagro, Maruja! Somos nosotros, cincuenta años después, y nos hemos encontrado justo aquí, cada uno deseando recuperar, tal vez, una quimera.

―¡¡Dime cómo son esos sueños que te provocaba mi imagen al pasar por la calle!!

―¡¡Dime lo que te hubiera gustado decirme entonces y no dijiste!!

―¡¡Dime que me amas con el amor que sentías por mí a los 15 años!!

―¡¡Dímelo!!

―¡¡Dímelo!!

―¡¡Dímelo!!

Emocionado, no puedo dar crédito a lo que estoy oyendo; nos cogemos de las manos, nos miramos a los ojos, nos abrazamos fuertemente mientras el inesperado acontecimiento inunda mis ojos de rocío.

Mas he aquí que cuando más absortos estamos, llega la hora de embarcar hacia el pasado. Podemos quedarnos aquí, podemos renunciar al viaje, pero nada de eso ocurre; quizás porque no sé hablar con palabras certeras o porque ella no dice nada; tal vez nos falta valor para abandonar la misión que tenemos preconcebida.


II


Noches de verano,
de hace tanto tiempo:
todo cuanto soy,
todo cuanto tengo.

Noches de verano,
de eterno verdor,
noches que palpitan
en mi corazón.

Noches de alegría,
de ilusión que empieza,
y la brisa corre
y la piel tan tersa.

Noches misteriosas
que hechiza la luna,
no las borra el viento
ni eclipsa la bruma.

*    *    *    *

El caso es que seguimos adelante y sin coraje para decirnos nada más, hasta embarcar en una nave circular y amplia, que dispone de multitud de cilindros a modo sarcófagos trasparentes, a los que, al parecer, debemos introducirnos. Mas, antes de dicha operación, una funcionaria vestida de verde reclama la atención de todas y todos:

―El viaje que van ustedes a realizar a través del espacio-tiempo, se compone de dos fases; tanto en una como en otra tendrán que introducirse en unos cilindros como estos que aquí ven. En la primera parte de esta traslación, arribarán a lo que se denomina, limbo espacio-temporal. Al llegar allí, ustedes estarán inmersos en una singularidad crítica. Para que lo entiendan mejor: si uno de los viajeros o viajeras tiene 80 años y desea volver a sus 20 años, nada más llegar a ese limbo, tendrá 20, sí, pero aún no habrá sido introducido en el tiempo histórico correspondiente a esa edad, para ello es por lo que se realiza la segunda parte del viaje.

Entonces le digo a Maruja:

―Desgraciadamente vamos a viajar a diferentes tiempos: tú a 1973, 46 años atrás, y yo a 1968, 51 años atrás. Por consiguiente, nuestro encuentro en el pasado, si se produce, no será sincrónico, cada uno buscará su cometido y nuestra historia de amor que acabamos de empezar quedará inconclusa.

―Ninguna historia de amor queda inconclusa, mi bien; en ti quedan las sensaciones que te provocaba mi imagen cuando tenías 15 años, ¿no es así?

―Por supuesto, Maruja; nada muere si el recuerdo lo alienta y la llama de la añoranza no se extingue.

―Oh, mi amor, ahora ya me has dicho lo que otrora no me dijiste, ahora puedo partir a este viaje con esa certeza en mi corazón.

Desgraciadamente no podemos continuar hablando, porque tenemos que introducirnos con presteza en esos sarcófagos cilíndricos, con los que realizaremos la primera parte del viaje.

El caso es que apenas han pasado breves instantes en el interior del receptáculo que me corresponde, cuando un severo sopor se apodera de mí y pierdo el conocimiento. Al recuperarlo me encuentro fuera del cilindro y con la apariencia de un joven de 15 años, que no es otro que yo mismo a esa edad.

Ahora estamos en una amplia sala de techo abovedado y sin ventanas, aunque iluminada de forma suficiente como para poder contemplar, absortos, frente a grandes espejos, nuestros rejuvenecidos semblantes.

Yo he retrocedido en el tiempo 51 años; soy, por tanto, un joven de 15 al que le faltan algo más de dos meses para cumplir los 16. Lo primero que hago después de tal observación es buscar a Maruja. Aunque ella es algo más joven que yo, como ha retrocedido en el tiempo 46 años, ahora tendrá, en este limbo espacio-temporal, unos 20 años.

Está radiante, bellísima, pero me entristece saber que el fin de su viaje es volver al pasado para buscar a un amor que desapareció de su vida sin dejar el menor rastro.

―Qué lástima no haber sabido antes que sentías tal amor por mí, aunque supongo que en este viaje que tienes programado al mundo de tu mocedad, a tus quince añitos, además de intentar no perder tu querido hogar, tendrás la intención de superar la timidez y decirme que me amas con fervor, ¡que me quieres más que a nada y que a nadie!

―¡Claro que sí!, lo primero que haré será salir a la calle a verte pasar, como antaño.

―Eso espero. ¡Qué hermoso debe ser oír tales cosas a tan tierna edad!

En tales consideraciones andamos absortos cuando nos avisan de que la segunda parte del viaje se realizará en breves momentos y, por tanto, vamos a ser trasladados al tiempo que cada uno ha elegido.

Ya no hay marcha atrás y solo resta encaminarnos a lo que parece ser otra nave; esta, de forma ovalada y de grandes dimensiones, en la que están de nuevo esa especie de sarcófagos cilíndricos y trasparentes en los que hemos de introducirnos.

Antes de hacerlo nos despedimos efusivamente, sabiendo que nuestro encuentro ha sido accidental y que vamos a tiempos distintos, con propósitos, en principio, diferentes.

Tal como ocurrió la vez anterior, al cerrarse el cilindro que me envuelve, comienzo a sentir un súbito sopor que me hace perder la conciencia casi en el acto.


III


Vienen del norte y del sur
las aves surcando el cielo,
atravesando montañas,
altas crestas, calmos ríos,
planicies, desfiladeros,
las olas del mar inmenso.

Vienen del norte y del sur
y son hermanas del viento,
del viento que las sustenta
en su mágico elemento.

Vienen del norte y del sur,
los recuerdos, los suspiros
de aquellos vientos perdidos.

*    *    *    *

Cuando despierto estoy en mi hogar, a primeros de junio de 1968, y acabo de terminar los exámenes de fin de curso.

No cabe la menor duda de que mi situación es especial y hasta llego a pensar que sueño y que eso de los viajes en el tiempo es solo ilusión. El caso es que tengo 15 años, que el treinta de agosto cumpliré los 16, y que estoy, a la vez, viviendo el presente y reviviendo el pasado. Como no puede ser de otra manera, pienso en lo que me ha pedido Maruja, pero cuando la vea, ¿qué haré?

Salgo a la calle entusiasmado, portador de mi juventud recuperada, mi piel tersa, mi cabellera vistosa y todos los atributos de la mocedad por estrenar.

No lo dudo ni un momento y me voy a ver a mi amigo Emilio; llego a su casa y me recibe su hermana María. No salgo de mi asombro al ver su rostro juvenil, a veces hasta me pellizco en el brazo para cerciorarme de que no estoy soñando.

Salimos a la calle, Emilio y yo, y nos sentamos sobre una de las barandillas de los patios vecinales a charlar sobre cosas tan banales como importantes; en eso veo, por la calle al sol y por la acera de enfrene, que viene Maruja con su hermana y su perrito.

―Emilio ―le digo a mi amigo―, me encanta Maruja pero no sé cómo decírselo.

―Puedes invitarla a un guateque y allí se lo dices mientras bailas con ella.

―¡Buena idea!, ahora falta saber dónde y cuándo vamos a hacer ese guateque y también si ella va a querer ir.

―Creo que los padres de Agustín no van a estar en Madrid el fin de semana, así que podemos ver si puede ser en su casa, el sábado o el domingo.

Ni corto ni perezoso, sin saber siquiera si tal evento se celebrará, y sin haberle nunca antes dirigido la palabra a mi amada, cruzo la calle para encontrarme con Maruja, que pasa en ese momento por la acera de enfrente. ¡Somos tan jóvenes!

―Hola, Maruja, vamos a intentar hacer un guateque el sábado o el domingo y me gustaría que vinieras.

Ella parece extrañada de tal aparición y de tal invitación, y me dice que no sabe si sus padres la dejarán ir.

Y ahí queda la cosa, tal vez por timidez, por el hecho de estar su hermana delante o por cualquier otra razón desconocida, me quedo mudo, totalmente mudo; de mis labios no salen las palabras que en otra dimensión y en otro tiempo ella me dijo que le dijese: que la amo con locura, que su imagen se me aparece como una alucinación que arrastra el alma, que no me deja dormir; que al verla pasar se apodera de mí el sublime hechizo del amor, que cautiva, que esclaviza...

Pasados esos momentos de pasmo y alucinación ante su adorada imagen, acabo diciéndole, únicamente:

―Ojalá puedas ir, me gustaría verte allí.

Luego de tan lacónico discurso me vuelvo a la otra acera y le digo a Emilio que ya la he invitado.

Así transcurrió el momento en que me atreví a invitar a Maruja a un posible guateque; ahora queda saber si realmente tal evento va a celebrarse y si ella irá.

El caso es que es verano, acababan de empezar las vacaciones y tenemos mucho tiempo libre. Al rato llega Agustín para informarnos que se confirma la salida de sus padres de Madrid durante el fin de semana, de modo que será posible hacer el guateque en su casa, pero que hay que tener cuidado para no romper ni dañar nada durante la fiesta, y añade:

―Estamos a lunes y aunque la fiesta será el fin de semana, hay que ir buscando chicas.

―Yo ya se lo he dicho a Maruja, pero no hay ninguna garantía de que venga.

―Hay que intentar decírselo al mayor número posible, pues algunas no podrán venir y otras no querrán o tendrán otros planes para ese día.

Cada uno hará lo que pueda para conseguir muchachas para tan ansiado guateque, aunque la verdad es que con tan tierna edad somos tímidos e inexpertos en el arte de ligar; pero para mí eso no es ahora lo más importante, y sí el hecho de haber conseguido volver al verano del 68, y que ni siquiera he cumplido aún los 16 años.

Y siguiendo con tales reflexiones, soy consciente de estar en dos planos de conciencia: el de saber que soy un viajero del tiempo y el de estar viviendo, con intensidad propia, un tiempo y un espacio que me pertenecen de nuevo por entero. Un deseo bulle cada vez más en mi corazón: el de olvidarme del yo que ha envejecido para ser únicamente el jovencito que despierta a la primavera de la vida. Eso de ser un ente dual no me está haciendo gracia, pero es mi culpa: decidí voluntariamente regresar a este tiempo y lugar y no puedo desprenderme de la conciencia de tal hecho, por el momento…

Todo ilusionado con la esperanza de que el guateque salga y que Maruja vaya, me retiro a casa a la hora de comer. Vivo con papá, solos los dos, pues mi mamá murió cuando nací; mi abuelita también, cuando yo tenía once o doce años, y el abuelo está en una residencia de ancianos.

Hoy como solo, al estar papá trabajando todo el día fuera de casa; lo hace en una empresa de depuración de agua y, durante el verano, algunos días tiene que visitar más de una piscina. Después ando por casa, palpando cada rincón del hogar sagrado, perdido hace casi 50 años, y recuperado por este «milagro» de los viajes en el tiempo.

Hace calor, pero en este verano del 68, siendo tan jovencito, lo noto menos y no echo la siesta; supongo que mis amigos tampoco. Por la tarde salgo de nuevo a la calle y vuelvo a encontrarme con Fernando y Agustín; este dice que le han comprado una bicicleta de carreras por aprobar todas las asignaturas y que vende la antigua por 100 pesetas. A mí me hace mucha ilusión tener una bicicleta, de modo que le digo que si mi padre me da los 20 duros, mañana mismo se la compro.

Luego de estar toda la tarde en la calle, charlando de múltiples asuntos, regreso de noche a cenar con papá, le cuento lo de la bici y me da las 100 pesetas al momento. A la mañana siguiente le entrego el dinero a mi amigo y me convierto en dueño de una bici antigua, bastante antigua; tanto que necesita algunas reparaciones. Para empezar, usando la bañera de casa y un decapante, le quito la pintura antigua con ayuda de papá, luego, por la tarde, así despintada, la llevo al taller pues necesita de algunas reparaciones mecánicas que no puedo hacer en casa. Por último, al día siguiente, de nuevo en casa y ya reparada, la pinto de verde y blanco y queda realmente bonita. ¡Parece una bici nueva!


IV


Buscar ese mirar que me fascina,
que es don de la verdad y es puro cielo,
ese mirar azul que tanto anhelo,
esa ilusión vivaz que tanto anima.

Sentir que es ilusión tan peregrina,
que es ansia, que es pesar y que es desvelo,
que es triste y afligido desconsuelo,
que apenas es amor que se imagina.

Tu nombre de muchacha tan amada
resuena como un eco que intuía
ser canto de pasión idolatrada.

Tu ser que es de ilusión y fantasía,
de boca carmesí en sueño besada,
trasciende el ancho mar y la poesía.

*    *    *    *

Al día siguiente cojo mi radiante montura y luego de darme una vuelta por el parque, me interno por los campos suburbanos para ir a visitar a mi amigo Joaquín, colega de clase con el que me llevo muy bien. Él mora en un lugar de esos en que la ciudad y la floresta aún conviven. Su hogar es de una sola altura, con un tejado de dos aguas y un patio exterior que lo rodea; las calles no están asfaltadas; es como vivir en un pueblo. Dentro del patio hay un taller de ebanistería en el que su padre trabaja; también hay unas jaulas que ha hecho mi amigo y que albergan conejos que procrean con gran facilidad, y que después sirven de alimento. Además, un pozo profundo del que se puede coger agua y un árbol en donde mi amigo, en las ramas superiores, ha construido una suerte de observatorio al que se sube para contemplar el mundo desde las alturas.

Nada más ver la bici, Joaquín se queda admirado; de tan bien pintada que está, piensa que es nueva. Luego nos vamos a un pinar cercano y allí estamos los dos montando en la bicicleta casi toda la tarde. Nos dan las ocho, pero aún falta bastante para el anochecer, porque en Madrid, en verano, la puesta del sol se demora bastante. Me acabo despidiendo y comienzo el viaje de regreso a mi barrio.

En este trayecto por las afueras, me acerco a las puertas de un frondoso parque, separado del mundo exterior por un alto muro. Como aún no ha anochecido y una puerta de acceso próxima está abierta, decido explorar ese lugar al que nunca he entrado. Ciertamente es un paraje muy bello y frondoso. Apoyo mi bicicleta en el tronco de un eucalipto centenario y me siento a la orilla de un hermoso y sugerente lago, en donde tanto flotan nenúfares como se deslizan cisnes y patos. Me pongo a pensar en la dicha de volver a tan tierna edad, y también en Maruja, por cuyo amor tengo el corazón traspasado.

Es jueves y faltan solo dos o tres días para el ansiado guateque, si es que se realiza, y Maruja aún no me ha dicho si vendrá; claro que como estoy tan atareado estos días con la bici, apenas si la he visto desde el lunes, cuando la invité, pero ya sueño con hablar con ella, con bailar con ella en estos verdecidos años, donde todo es posible y el milagro del amor se proyecta al infinito.

El caso es que se ha hecho de noche, así que cojo la bici y me vuelvo para casa. ¡Pero qué ocurre! Resulta que la puerta está cerrada y no veo a nadie: esto está desierto. Voy bordeando el muro que me separa del exterior a ver si encuentro otra salida, o a alguien; llego a lo que parece ser la puerta principal, que también está cerrada, y veo un cartel que dice: «Horario de verano: de 6 de la mañana a 10 de la noche». Tampoco aquí veo a ningún guardia o vigilante del parque. Solo me queda la opción de saltar el portón o el muro, dejar la bici en el parque y venir mañana, en cuanto abran, a recogerla. Pero la empresa no es tan sencilla como parece, no hay por dónde trepar y, por si fuera poco, además de ser un muro alto, en su parte superior hay incrustados pedazos de vidrio, afilados y cortantes. Visto lo cual continúo bordeándolo en busca de un sitio más accesible por donde saltar.

Luego de recorrer unos doscientos metros sin ningún resultado, descubro en un lugar muy arbolado una gruta adosada al muro, construida, al parecer, para darle un toque exótico a aquel sombrío rincón del parque. Me introduzco en su interior y no veo nada, pero afortunadamente llevo un mechero que me encontré esta misma mañana. Lo primero que me llama la atención es una hornacina desprovista de cualquier talla, imagen o estatua. A su lado, un portón de hierro bastante oxidado y algo entreabierto; así que, con la esperanza de que por allí pueda salir al exterior, lo empujo hasta abrirlo lo suficiente como para poder pasar. Desgraciadamente, lejos de ser una vía de escape, me encuentro con unos peldaños que parecen descender a un recito subterráneo.

Bajo unos 15 o 20 escalones y tránsito por un pasillo de unos 30 o 40 metros, hasta encontrarme con otra puerta, al parecer metálica, bruñida e impoluta; la miro bien, de arriba abajo, y no distingo ningún tipo de picaporte o instrumento con qué abrirla. Poso mi mano sobre el metal frío y acto seguido observo que, de forma automática y silenciosa, gira sobre sus goznes hasta quedar totalmente abierta. Contemplo ahora, totalmente asombrado, una estancia a primera vista circular, de techo abovedado y, lo más sorprendente, iluminada.

Paso al interior para observar en detalle las características del recinto. Lo curioso del caso es que, con unas dimensiones mucho más reducidas, esto me recuerda a las naves en que nos introducíamos para realizar los viajes a través del tiempo. Por si fuera poco, y para reforzar más esta percepción, justo en el centro del habitáculo hay dos de esos sarcófagos de cubierta trasparente, idénticos a aquellos instalados en las naves destinadas a viajar al pasado.

Ando tan sorprendido contemplando lo inusual del lugar, que al mirar de nuevo el sitio por el que entré, compruebo que la puerta está totalmente cerrada. Por más que intento abrirla me resulta imposible y un desasosiego cada vez más profundo se va apoderando de mí. El tiempo pasa y pasa, y yo sigo encerrado. Presiento que la solución para escapar es precisamente introducirme en unos de esos sarcófagos abiertos, así que, ni corto ni perezoso, me tumbo en el que me pilla más cerca y, acto seguido, como si todo estuviera preparado, la tapa trasparente empieza a deslizarse hasta cerrar por completo. Noto, tal como me había ocurrido en anteriores ocasiones, que comienzo a perder la conciencia, me voy sumergiendo en un sueño profundo.


V


Esta es toda mi vida, que es apenas ausencia,
añoranza infinita que no va a terminar,
evocar noche y día tu querida presencia,
que es mi mundo perdido entre el cielo y el mar.

Entre el cielo y el mar, en lugar escondido,
donde moran los sueños y hay un bello jardín,
el que a veces vislumbro, de entre nieblas surgido,
con sus bellas barandas, las que adorna el jazmín.

Ya ni sé dónde estoy, si estoy muerto o si vivo,
ya no sé ni quién soy, o si el suelo que piso
es del mundo real, donde moro cautivo,
o es mi bello jardín, mi gentil paraíso.

¡Entre sueños, perdido, vivo yo condenado
a evocar tu perfil, tu perfil bien amado!

*    *    *    *

Sin saber cómo ni por qué, compruebo que estoy con Fernando, en la bodega Bramos; nos disponemos a tomar del mostrador las botellas que nos entrega el dependiente: bebidas frías de naranja, limón y cola; además de una botella de ginebra. Soy consciente de que vamos a llevarlas a casa de Agustín, donde se va a celebrar el guateque. Nada más llegar, Agustín me dice que estoy de suerte, porque el hermano de Maruja ―que también es conocido mío― se había enterado de lo del guateque a través de su hermana, y le había dicho si podía ir él también a la fiesta. De modo que esta tarde iba a tener allí a mi amor platónico en persona, acompañada de su hermano, Rafael.

La verdad es que tal noticia me produce honda alegría, pero también me pongo a pensar en el extraño acontecimiento del parque y empiezo a dudar de todo: ¿ha sido un sueño el hecho de introducirme en aquel sarcófago?; ¿he viajado por el tiempo solo por el espacio de dos o tres días?… Lo que parece evidente es que mi pasado se empieza a alterar, pues nunca, durante mi adolescencia o juventud, Maruja había asistido a un guateque en el que yo hubiese estado, y desde que mi padre vendió la casa y abandoné mi querido barrio, faltando apenas dos meses para cumplir los 18 años, nunca la había vuelto a ver, hasta nuestro milagroso encuentro, casi 50 años después, cuando íbamos a embarcar en la nave del tiempo.

El caso es que andamos por la cocina de la casa de Agustín, acomodando en la nevera las bebidas, y veo un calendario que confirma que seguimos en junio de 1968. Somos muy jóvenes, tengo 15 años y en agosto cumpliré los 16. Maruja tal vez tenga 15 recién cumplidos o aun menos. Aprovecho la ocasión para mirarme a un espejo y veo mi rostro tan terso, tan radiante.

Todavía no son las cinco de la tarde y andamos con más preparativos. El guateque se celebrará en el salón, así que estamos desplazando tanto una mesa como las sillas hacia las paredes, para dejar el mayor espacio posible a la pista de baile. Salgo de nuevo a la calle para comprar algunos aperitivos con que acompañar las bebidas, y cuando vuelvo ya están aquí Maruja y su hermano. Ella está radiante, con su sencillo vestido de cuadros marrones que le llega un poco por encima de las rodillas. Su cuerpo es toda una estatua griega, sus cabellos oscuros son ondulados como las olas de un mar iluminado por la luna, ¡y esos ojos del color de la noche!, ¡y su nariz aguileña!... ¡¡Oh, Dios, cómo puede existir tanto encanto, tanta belleza, tanta magia en esta flor abierta!!

La fiesta se va animando y cada vez llega más gente. La música empieza a sonar y no dejo de mirar a Maruja sin atreverme aún a decirle nada; pero ahora que empieza el baile agarrado, antes de que alguien se me adelante, la invito a salir conmigo a la pista. Ella accede, al parecer contenta, y ahora la tengo frente a frente, mis manos en su cintura, aunque no tan pegados como quisiera pues opone cierta resistencia a tanto acercamiento; pero en este momento lo más importante es mantener algún tipo de diálogo, tener algo de qué hablar, teniendo en cuenta que el volumen de la música no impide hacerlo. Así que le digo lo siguiente: «Me gustas mucho; desde el primer día que te vi pasar por la calle me quedé mirándote, como atontado de tanto amor. Después, cuando llego a casa no hago más que pensar en ti y evocar tu imagen, tu adorada imagen».

Me mira con sus ojos hechiceros, llenos de asombro, y no dice nada por el momento; así que continúo con mis razonamientos: «Estoy muy contento de que hayas venido y de estar ahora bailando contigo...». Ella al fin dice: «Yo noté que me mirabas y a veces pasaba solo por ver si te veía, y aunque no sé si estoy enamorada, como tú, me alegro también de haber venido y de estar bailando contigo, y me alegré mucho de que el lunes te acercases a mí y me invitases».

Luego se apagan las luces y la pista de baile queda sumida en una penumbra romántica; entonces compruebo cómo su resistencia al total acercamiento cesa, y puedo estrecharla contra mí, bailando los dos bien pegaditos...

Han pasado dos días desde la celebración del guateque y aún conservo la emoción de haber estado con Maruja, de haberla tenido tan próxima a mí, de haber rozado sus mejillas con las mías y sentido la fragancia de su nocturno cabello; solo faltó que nos besásemos en la boca, como en las películas, pero no pierdo la esperanza de que eso ocurra, pues esta misma tarde he quedado con ella a las cuatro y media; le he propuesto ir al parque en donde me quedé encerrado y ella ha accedido. Salgo de casa; aún falta un cuarto de hora para el momento de la cita y me siento en la baranda del patio más próximo para verla venir. Su casa está a dos manzanas de aquí, pero la calle es recta y apenas la enfile la veré aparecer.

¡Ya la veo! Luce el mismo vestido que el día del guateque y sus cabellos ondean mecidos por una ligera brisa. Llega hasta donde estoy y me dice: «Le he dicho a mis padres que voy esta tarde contigo a dar un paseo, que eres amigo mío y de mi hermano. Ellos están ahora en casa, viendo la tele y te han invitado, pues quieren conocerte». Quedo sorprendido y a la vez contento, pues el hecho de conocer a los papás de Maruja le da un carácter más formal al asunto.


VI


Absorto ante el amor,
permanezco admirado
del tono tan brillante de esa flor,
del signo misterioso de su hado;

es luz que purifica,
canción que hace vibrar al sentimiento,
incienso que perfuma y se disipa
por todo el estrellado firmamento.

Amar es ver la luz viendo a la amada,
encanto en el sentir,
pisar por una tierra inmaculada.

Amar es, pues, fluir
al son inmemorial de una balada
que de este mundo vil nos hace huir.

*    *    *    *

La casa es fresca y ventilada. Su mamá me invita a sentarme en un sofá que comparto con Maruja, y me dice, luego de invitarme a un refresco: «Así que os vais de paseo a un parque, ¿qué parque es ese y dónde está?». Como no sé el nombre, le digo la ubicación, que estuve en él hace unos días y que me parece un lugar muy bonito. Entonces nos cuenta: «Esa es la Quinta de la Rosaleda; cuando yo tenía la edad de Maruja, aún era una propiedad privada y la llamábamos la Quinta del Fantasma. Según decían, el dueño de tal lugar vivía en el palacete que hay dentro del recinto, a la entrada del cual hay una bella rosaleda. Por lo visto, aquel señor no tenía hermanos ni descendientes y estaba casado con una joven, al parecer ligera de cascos. Por razón de su actividad comercial viajaba bastante, y una vez que volvió de uno de esos viajes antes de lo esperado, encontró a su mujer en la cama, con un mozalbete. Fue tal la desazón que invadió su alma que no se le ocurrió otra cosa mejor que ahorcarse en un pino próximo, al que desde entonces llaman, el árbol del ahorcado. A raíz de aquello, la viuda abandonó el palacete y la quinta, que quedaron deshabitados más de diez años, hasta que el Ayuntamiento se hizo cargo de ello y lo trasformó en un parque público. Desde que murió aquel señor en tan trágicas circunstancias y su viuda abandonó el lugar, empezaron a producirse extraños acontecimientos. El palacete está cerca de uno de los portones de la quinta y, según me contó mi hermano Vicente, cuando paseaban por allí por la noche, él y sus amigos, a través del portón se veían luces en las ventanas del palacete abandonado, y no solo eso, sino que se escuchaban gemidos y gritos de dolor. Eso animaba a muchos chicos de aquella época a acudir por aquellos andurriales a corroborar la posible existencia de un fantasma; cosa que empezó a darse por hecho, pues, si te acercabas los días de luna nueva a las 12 de la noche, se podía ver, a través de las rejas del portón cerrado, la silueta fosforescente de un ahorcado, justo en el pino en que aquel desventurado se colgó para quitarse la vida».

Nada más contarnos la mamá de Maruja esa historia, me digo que aquel parque oculta más de un enigma, pues recuerdo la estancia subterránea que contenía el sarcófago en el que me tuve que introducir para salvarme del misterioso encierro en que me encontraba. Pero de aquel suceso nada cuento.

Por fin, dadas las explicaciones pertinentes sobre quién soy, dónde vivo y a dónde vamos, salimos Maruja y yo a nuestro ansiado paseo. Calculo que tardaremos unos tres cuartos de hora en llegar, pero afortunadamente el camino trascurre por calles y lugares bastante arbolados, que palían el calor de la tarde estival. Nada más vernos lo suficientemente lejos del barrio, por un frondoso pinar, enlazamos nuestras manos y luego de avanzar un rato así enlazados, nos abrazamos fuertemente y juntamos nuestras bocas por primera vez. No hay palabras para describir estos momentos en que la tengo tan cerca, siento su pecho contra el mío, la estrecho todo lo que puedo y noto cómo sus brazos y sus manos también quieren retener, contra su cuerpo, todo mi ser. Acaricio su ondulado y nocturno cabello, beso extasiado sus labios, sus mejillas, su frente, sus ojos; aspiro su fragancia, y el Mundo, que gira por los espacios infinitos, se detiene para sacralizar el momento.

Llegamos al fin al parque. Como la madre de Maruja había descrito algunos lugares y sucesos del sitio, entramos por el portón próximo al palacete; este no es grande pero sí bello y bien conservado, de una sola planta, de amplios ventanales y con un hermoso mirador en la fachada. Una cuidada y aromática rosaleda, con dos graciosos surtidores, linda con la edificación y, bien cerca, hay un majestuoso pino que sin duda ha de ser «El Árbol del Ahorcado». Y ahora, entre besos, abrazos y otras zalamerías, exploramos el resto del parque; cosa que nos está llevando su tiempo, pues es bastante grande. No resisto la tentación de acudir a la gruta misteriosa que conducía al recinto subterráneo. Todo está igual que la noche en que entré en ella, todo menos el hecho de que el herrumbroso portón que una vez flanqueado conducía a tan misterioso lugar, ahora no existe. Pienso que si por estos lugares, ciertas noches aparecen fantasmas, bien pueden aparecer, también, puertas que conducen a extrañas estancias. Al contrario de lo ocurrido cuando me quedé encerrado, esta vez salimos del parque antes de la hora de cierre. Acompaño a Maruja a su casa, la despido con un beso de amor y me voy a la mía. Compruebo que mi papá ha hecho un gazpacho fresquito para cenar, acompañado de pan y sardinas arenques. Devoro con placer y complacencia, pues tanto paseo y tanta emoción me han dejado exhausto. Ahora me pongo a ver la tele; echan un capítulo de una serie que se llama «El Túnel del tiempo». El nombrecito parece que ni pintado dada mi propia experiencia; mas he aquí que compruebo que empiezo a tener lapsus de memoria, y me explico: en este momento, justo al ponerme ante el televisor, tengo conciencia de que soy un viajero del tiempo; que estuve en una sala de espera donde encontré a Maruja, ella con 65 años y yo con uno más, soy consciente de que nos embarcamos en un viaje a través del espacio-tiempo: ella para volver a ser la joven de 20 años que otrora fue, y a vivir en el lugar y en el tiempo en que tenía esa edad; y yo a lo mismo, pero a la edad de 15 añitos. Soy consciente también de que ahora tengo 15 años, que en agosto cumpliré los 16, y que el guateque del domingo pasado, al que acudió Maruja, y la excursión de hoy con ella, no se produjeron en mi pasado anterior; mi amor fue apenas platónico, nunca tuve el valor o la ocasión de invitarla a un guateque, nunca fuimos cogidos de la mano a ningún parque y nunca la besé. Pero ahora también, en estos momentos, empiezo a no distinguir bien el sueño y la realidad, el pasado y el presente.


VII


Nada hay que nos impida ver muy claro
lo que este mundo ingrato nos ofrece,
en donde la ilusión al fin fenece,
así como el anhelo más preciado.

Mas muerto vive aquel que ensimismado
ignora todo aquello que florece,
pues nada ya en su mundo reverdece
y causa así dolor lo recordado.

Si al cabo cuanto vive ha de morir,
que parta para aquel lugar ignoto
llevando viva el alma y el sentir,

la flor de la pasión y la ventura,
el sueño de encontrarte y conseguir
aquello que no encuentra sepultura.

*    *    *    *

El verano sigue su rumbo, ya estamos en julio y además de salir con Maruja con frecuencia, alterno con mis amigos. Hoy vamos a hacer una excursión en bicicleta; tomamos el arcén de la carretera que conduce al aeropuerto y, una vez sobrepasado, vamos por otra carretera bastante más estrecha hasta llegar al río Jarama, donde nos detenemos a descansar. Son las seis de la tarde y el calor del verano se hace sentir. El río va bastante menguado y por donde estamos no hay sombras donde guarecerse, así que, tras una corta deliberación, decidimos volvernos por donde habíamos venido. A mitad del camino hacemos una breve parada en una suerte de bodega, y con nuestros escasos medios económicos compramos unas botellas de gaseosa bien frías con las que saciar dulcemente la sed. Retomamos el camino de vuelta en una loca carrera por ver quién llega primero al barrio; en esta ocasión, subiendo cuestas, cruzando calles y sorteando coches, soy el primero en alcanzar la meta, que no es otra que la calle en que nos reunimos tanto a jugar como a platicar.

La bici es, sin duda, un instrumento utilísimo para excursiones y aventuras, de modo que esta mañana he decidido adentrarme por calles y veredas para visitar nuevamente a mi amigo Joaquín, el que vive en una casa de una planta, construida en un pintoresco arrabal, cerca de un frondoso pinar. Llego a su casa, dejo la bici y nos vamos a dar una vuelta. Anoche cayó una buena tormenta, huele a tierra mojada y la hierba fresca es ávidamente devorada por un rebaño de ovejas. Hay también un pequeño arroyo, crecido con la lluvia, en donde habitan renacuajos; y una furgoneta abandonada convertida en morada por un anciano vagabundo, al que todos llaman «el Piti», con el que conversamos de vez en cuando. A veces ocurre que algunos mozalbetes de por allí, increpan y molestan al pobre viejo; este les responde, airado: «¡Largo de aquí! ¡Cago en pare y mare!», que querrá decir: «Me cago en vuestro padre y en vuestra madre». Además, Joaquín tiene un amigo algo marcado, pues es hijo de madre soltera; se llama Antonio, trabaja de botones en un banco y tiene una escopeta de perdigones con las que caza gorriones. Hay también por aquí un taller de motos de dudosa reputación, pues se cuenta que llevan de vez en cuando motos robadas, para transformarlas y darles nueva identidad. Otra cosa interesante del lugar es un vertedero, en donde se depositan desperdicios de la zona que luego son quemados. Y ahora mismo estamos cazando lagartijas, que es una de nuestras diversiones.

Luego de acabada la caza, Joaquín me cuenta: «Se me olvidó decirte que hay importantes novedades: desde hace unos días, todas las noches por el fondo del pinar, desciende lo que parece ser una nave extraterrestre. Esta noche hemos quedado también para verla, es a partir de las once u once y media cuando ocurre el avistamiento».

Como eso de los platillos volantes es algo que me entusiasma, nada más comer le digo a papá que esta noche volveré tarde a casa, pues tenemos una cita nocturna para disfrutar del avistamiento de una nave extraterrestre. Después de la hora de la siesta salgo a la calle a ver si se apunta alguien más a la insólita aventura. A Maruja le gustaría ir pero no la dejan volver tan tarde a casa; y tanto Agustín como Fernando, no pueden, pues al primero le ha cogido la bici la hermana y el segundo la tiene en el taller. Total, que parto solo y llego a casa de Joaquín a eso de las nueve de la noche; aunque eso de noche, teniendo en cuenta que estamos con horario de verano, es mucho decir; aún falta una hora, o más, para que sea realmente de noche. El caso es que un poco antes de las once ya estamos en el lugar de los avistamientos, ya somos unos diez y continúa llegando gente. Uno de los presentes, que dice haber acudido desde el primer día de las misteriosas apariciones, pone en antecedentes a los que asistimos por primera vez: «El ovni aparece todos los días a eso de las once y media. Es como una luz que parpadea y además va cambiando de colores. Esta luz se presenta en el horizonte como por encanto, primero totalmente inmóvil, y después empieza lentamente a descender hasta perderse de vista, oculta tras el pinar».

Esperamos pacientemente y, efectivamente, a eso de las once y media se verifica punto por punto cuanto nos habían contado. Algunos sostienen que el misterioso objeto bien puede haber aterrizado, y proponen adentrarnos por el pinar y hacer una batida en su busca, pero al final dicha opción es desechada por la mayoría, ante la posibilidad de que nos topemos con extraterrestres agresivos y peligrosos, que puedan dañarnos o llevarnos prisioneros a misteriosos mundos, para que sirvamos de cobayas de sabe Dios qué experimentos.

Luego de múltiples deliberaciones nos vamos retirando cada uno a nuestra casa. Yo soy de los que viven más lejos. Me despido, cojo mi bici y emprendo por descampados el camino de regreso. Más o menos a la mitad del trayecto, subo una cuesta imponente y no sin gran esfuerzo consigo alcanzar la cumbre sin necesidad de apearme de la bici. Ahora hay una bajada, no tan pronunciada como la subida, pero sí más larga, y al fondo está mi barrio. Miro el reloj, observo que ya son más las doce de la noche y el lugar, en donde no hay nada edificado, está desierto; es un gran descampado surcado apenas por una estrecha carretera. Luego de un breve descanso para reponerme del esfuerzo de la escalada, emprendo la parte final del viaje. Apenas empiezo a descender cuando quedo paralizado al oír detrás de mí un sonido bastante agudo y perturbador, acompañado de una luz que pasa de anaranjado a amarillo y que se proyecta sobre el suelo. Freno en seco, miro hacia atrás, y cuál no es mi sorpresa al ver cómo una nave espacial, como surgida de la nada, está suspendida a unos diez metros del suelo y a unos cien de distancia de donde me hallo. No puedo dar crédito a lo que veo y no me puedo explicarme cómo un objeto de tan grandes dimensiones haya podido surgir así, tan de repente, y de forma tan misteriosa. Automáticamente asocio esta aparición a lo acontecido hace menos de una hora en el pinar. Siento una curiosidad enorme por acercarme a esa fantástica nave que tengo a un tiro de piedra, pero el miedo vence a la audacia y salgo disparado hasta llegar a casa, jadeante y sin dejar de pedalear. Dejo la bici dentro del portal, en el rellano de la escalera, y cojo el ascensor para subir al cuarto y último piso, que es donde se encuentra mi hogar. Papá está a punto de irse a la cama pues tiene mañana que madrugar, y me pregunta: «¿Qué, habéis visto alguna nave espacial?». Le cuento todo lo visto de pe a pa y él me dice: «¡Eso es fantástico, increíble!, yo que tú no hubiera huido; supongo que los extraterrestres no vendrán con malas intenciones y hubieras tenido la oportunidad de conocer algo sobre su ciencia, y puede que te hubieran invitado a visitar la nave espacial». Creo que papá tiene razón, pero le digo: «¿Y si me hubieran secuestrado?, ¿y si me hubieran utilizado como cobaya para experimentos científicos?».


VIII


Cantábamos en filas paralelas,
unos frente a otros,
                      
                Al jardín de la alegría
                quiere mi madre que vaya,

los niños y las niñas
en el patio vecinal.

                a ver si me sale un novio,
                lo más bonito de España...

Una niña me cogió de la mano
e íbamos ambos enlazados,
danzando alegremente,
al compás de la canción.

                Vamos los dos, los dos, los dos,
                vamos los dos en compañía...

Luego me tocaba a mí elegir
a la que más me gustase
para hacerla mi compañera
durante un rato.

                Vamos los dos, los dos, los dos,
                al jardín de la alegría…

*    *    *    *

Al final nos vamos cada uno a su cuarto, a dormir. La verdad es que por más que lo intento no consigo conciliar el sueño, a pesar de tanto pedalear y de tantas emociones. Lo que he visto es difícilmente imaginable. Pasa el tiempo, ya son más de las dos de la madrugada, voy a la cocina, bebo un vaso de agua y al pasar al lado de la puerta abierta del cuarto de papá, lo oigo roncar; vuelvo a mi cuarto, abro la ventana de par en par pues la noche es veraniega. Ya son más de las tres, y cuando al fin parece que el sueño comienza a vencerme, surge de la ventana abierta un resplandor naranja. Me asomo inmediatamente a ver de qué se trata y compruebo que dicha luz viene de la parte superior, de la terraza; así que cojo las llaves, salgo de casa y subo los peldaños que me separan de ella, abro la puerta, salgo al exterior y quedo asombrado al contemplar allí, flotando a apenas dos o tres metros del suelo, una pequeña nave circular de unos seis metros de diámetro. Lo más sorprendente es ver justo debajo de aquel extraño artefacto, e iluminado por la luz naranja que la nave emite, a lo que parece ser un extraterrestre. Su aspecto es de lo más extraño; es más o menos de mi estatura y el color de su piel es verde oscuro con unas manchitas diminutas, a modo de pecas, de color naranja; su rostro tiene facciones humanas salvo en un detalle: posee, justo debajo de una amplia frente, un único y largo ojo, de color rojo y brillante, que contrasta vivamente con el verde oscuro de su piel; en dicho ojo no puedo, a simple vista, distinguir ni pupila ni iris; simplemente percibo un rojo brillante entre los alargados parpados. La cabeza es grandecita y no hay rastro de cabello, ni cejas ni pestañas. Luego de unos momentos de silencio, el curioso individuo me dice: «No te extrañe mi fisonomía, soy de un planeta de una galaxia distante; tampoco temas nada, he venido a visitar tu mundo y tu tiempo, y me complace invitarte a subir a mi nave». No sé qué decir, ni puedo comprender cómo consigo entenderlo perfectamente, si, como dice, viene de una galaxia tan distante. El caso es que, ni corto ni perezoso, acepto su invitación y, como por arte de magia, nos trasladamos hasta la nave y penetramos en ella sin que para ello haya de abrirse ninguna puerta o portón, como si atravesásemos la materia o se tratase de una materia que reúne propiedad totalmente desconocidas. El ingenio es circular; desde fuera parecía estar hecho de un metal brillante y pulido que emitía una luz naranja, pero una vez dentro la percepción cambia totalmente. Es como encontrarse en el interior de una burbuja trasparente, de modo que puedo ver perfectamente todo lo que hay en mi exterior, tanto arriba como abajo, tanto a izquierda como a derecha. Además, desde que estoy aquí dentro, la atracción de la gravedad parece haber dejado de existir.

De pronto la nave empieza a alejarse de la tierra a una velocidad asombrosa. Mi compañero extraterrestre me dice: «No te asombre el poco tiempo que tardamos en llegar de un planeta a otro, de un sistema solar a otro, pues nuestros conocimientos están a años luz de los de tu primitivo planeta».

En un abrir y cerrar de ojos llegamos a las proximidades de Júpiter y comenzamos a describir una trayectoria orbital en torno a su ecuador. El espectáculo es inimaginable, no salgo de mi asombro al ver tan de cerca las características de este impresionante planeta, que gira a gran velocidad sobre sí mismo; con sus franjas de nubes blancas, azuladas, anaranjadas…, y una enorme mancha roja debajo del ecuador.

Mi compañero de viaje me dice que están explorando nuestro sistema solar en previsión de un posible traslado masivo de los habitantes de su mundo, que dista muchos años luz, y que, por desgracia, está a punto de hacerse inhabitable. Luego me informa de que vamos a introducirnos en una gran nave que está también orbitando Júpiter.

¡Efectivamente, puedo verla ya!, está próxima a Ganimedes, el mayor satélite, no solo de Júpiter sino de todo el sistema solar. La nave en la que vamos a penetrar parece otra luna más de Júpiter, solo que mucho más pequeña. Es esférica, aunque algo achatada por los polos, y emite toda ella una luz pálida y anaranjada.

No veo ni percibo que se haya abierto ningún resquicio o portón, pero el caso es que ya estamos dentro de la misteriosa nave, en una suerte de pasillo de proporciones ciclópeas, del que no llego a distinguir ni el suelo ni el techo, mas sí sus paredes, bien separadas una de otra, y que emiten una luz azulada. Una vez aquí, mi compañero de viaje me dice que en lo sucesivo permaneceré solo, y desaparece de mi compañía como por encanto. De pronto, noto que la nave donde me hallo reduce sus dimensiones, hasta el punto de encontrarme recluido en el interior de una pequeña esfera transparente, en la que ni siquiera puedo estirarme. Para mayor asombro veo que empieza a moverse por el interior del inmenso corredor, hasta llegar a lo que parece ser una gigantesca estancia, tan enorme que no soy capaz de distinguir, desde el cubículo en que me hallo prisionero, cuáles pueden ser su forma y sus dimensiones. La iluminación aquí, aunque mucho más tenue que en el corredor, también es azulada y fría.

La esfera sigue avanzando y empiezo a ver, a mi derecha, cientos o miles de esferas similares, flotando en el aire. Para mi asombro y horror, compruebo que en cada una de ellas hay un ser que parece congelado o en estado de hibernación. Estas criaturas no parecen terrestres, tienen un aspecto extrañísimo. Ahora estoy pasando por delante de una de esas esferas, donde se halla un ser que, aunque tiene cabeza y parece tener tronco y extremidades, en nada más se asemeja a un terrícola. Su piel es de color lila y el cabello plateado y largo; la cabeza es bastante alargada y, más o menos desde donde nosotros tenemos los oídos, parten dos gruesos tentáculos, rematados por sendas protuberancias esféricas que parecen albergar los ojos; la frente es generosa, y en su parte inferior, a la altura de donde empieza nuestra nariz, posee lo que parece ser un tercer ojo; nariz, propiamente dicha, no tiene, mas sí dos ovaladas fosas, parece que nasales, debajo del tercer ojo. Además, una extensa boca de finos labios plateados se extiende de lado a lado por la parte inferior del ancho rostro. Del resto del cuerpo no consigo distinguir nada, pues una túnica larga, de color verde, lo cubre de arriba a abajo. Todo parece indicar que el extraño ser está sentado o encogido en el interior de su esfera trasparente, salvo, claro está, que su estatura sea muy baja.

Continúo mi viaje por este extraño e inmenso lugar, viendo infinidad de seres cautivos, parecidos al que acabo de describir, o no tan parecidos, como si fueran de planetas diferentes. Al fin llego a una zona en donde parecen estar los terrícolas. Observo con asombro a cientos de hombres y mujeres de todas las edades y facciones, recluidos en pequeñas esferas transparentes y flotando en el aire. Están totalmente inmóviles, como figuras de un museo de cera. Todas encogidas, dadas las reducidas dimensiones de los receptáculos.

Noto ahora un sonido agudo, acompañado de una extraña vibración que me hace perder el control sobre el cuerpo; de modo que quiero moverme y no puedo; quiero forzar el caparazón trasparente que me aprisiona, y no puedo; es como si me hubiese quedado petrificado. Puedo pensar, puedo ver, puedo sentir, pero no puedo mover un solo músculo de mi cuerpo. Se apodera de mí un terror profundo, hago esfuerzos desesperados por dar patadas, por extender los brazos, por gritar, por pedir auxilio; pero todo es en vano. Sumido en el pozo más profundo de la angustia, noto que me zarandean y me gritan:

―¡Kanín!, ¡Kanín!, ¡¡despierta, es una pesadilla, estás en casa!!

Compruebo que es papá, que alarmado por mis gritos ha venido en mi auxilio. Mi felicidad no tiene límites al saber que solo ha sido una horrible pesadilla. Además de sofocado estoy bañado en sudor, así que voy al lavabo a lavarme la cara y veo en el espejo que estoy libre, en mi hogar, que podré seguir viendo a Maruja, a mis amigos, y podré continuar vagando por los lugares queridos. Compruebo también que mi rostro refleja la luz de los 15 años. ¡Qué más puedo pedir! ¡Qué más se puede pedir a la vida!


IX


Cual es la luz del sol,
tan alta fue mi dicha,
y hoy anda mi desdicha
tan fuera de control.

Por sueños inmortales
corrió la juventud
con la alegre virtud
de tiempos tan vitales,
mas queda en los anales,
en un bello arrebol,
aquel cielo distante
tan fuera de control.

Y ha quedado la rosa
que otrora florecía,
sin saber que sería
espina dolorosa,
y aquella tan hermosa,
bajo la luz del sol,
sonrisa de su boca
tan fuera de control.

*    *    *    *

¡Ha llegado el día de mi cumpleaños! Estamos a treinta de agosto de 1968 y acabo de cumplir los 16. Voy a preparar una fiesta en casa, a la que he invitado a Maruja, a su hermana, a su hermano, a Joaquín y a unos cuantos amigos más. Así que esta mañana, con el dinero que me ha dado papá, además de una tarta que ya he guardado en la nevera, he comprado refrescos, viandas para preparar sándwiches, frutos secos y alguna que otra cosa que ofrecer a los invitados.

En septiembre, a finales, comienza de nuevo el instituto; la verdad es que voy algo retrasado en los estudios, pues comienzo cuarto de bachillerato, pero el instituto me gusta, y los amigos que tengo como compañeros de clase, también. Pilla lejos de casa, más allá de donde vive Joaquín, pero ahora, si no me apetece, no tendré que ir en tranvía, al poseer, desde junio, mi querida bicicleta. Entro a las nueve y media de la mañana y salgo a la una y media; por la tarde, dos clases más, de cuatro a seis. Hoy saldré de casa, por la mañana, con una hora de antelación, ya que es la primera vez que hago esa ruta en bici. Después de desayunar, cojo mi montura y a pedalear. Ya en clase saludo a Joaquín y a otros compañeros, también conocidos del curso pasado.

Comienza la monotonía académica; la profesora de latín, que se llama Laura, es muy delgada, con unas piernecitas muy finas y los pechos ni se le notan. Es muy joven, tiene una melena castaña y bonita y no se puede decir que sea fea, más bien al contrario, pero sexualmente no me atrae tanta delgadez y tanda ausencia de volúmenes y curvas; aunque hay un compañero de clase, que se llama Luis, que dice estar enamorado de ella.

La profe de inglés es bien diferente a la de latín, es mucho mayor, seguro que tiene más de cuarenta, y no tiene el pelo tan bonito; tampoco es una belleza, pero eso sí, está muy bien surtida de curvas, volúmenes y redondeces; además de una potente delantera, de la que algo podemos entrever por entre el escote de la blusa. Explica lo que tiene que explicar en la pizarra, se sienta en su silla, delante de su mesa, cruza las piernas y comienza a llamar al encerado a los que considera oportuno para que respondan a las preguntas pertinentes. Entonces, los que estamos en la fila de pupitres que están en frente de su mesa, nos vamos agachando, con disimulo, y con un espejito traído de casa o encontrado por ahí, comenzamos a mirarle las piernas. Hay mucho que ver, pues las faldas que usa no son muy largas, y encima cruza las piernas cuando se sienta. No siempre estas visiones tienen éxito, pues ella acaba de pillar a Cochabamba agachado, debajo del pupitre, en misión de observación, y lo ha echado de clase. Cochabamba en realidad no es su nombre, lo que pasa es que él es natural de esa ciudad, de Bolivia; y el cura de religión, muy propenso a poner motes a la gente, desde el curso pasado lo llama Cochabamba. El mote ha tenido éxito y todos lo llamamos así, pero su nombre real es Ángel.

Luego de la expulsión del camarada boliviano se extreman las medidas de prudencia. Yo, por ejemplo, con mucho disimulo deslizo la mano izquierda por debajo del pupitre, coloco mi espejito orientado a los muslos de doña Susana ―que así se llama―, y finjo estar escribiendo algo con la mano derecha, cuando, en realidad, desvío con mucho disimulo la vista hacia el espejo y lo voy enfocando en la posición más correcta. Al no ser la falda larga y tener las piernas cruzadas, estoy teniendo visiones fantásticas: sus muslos, sus ligas negras, y hasta me parece vislumbrar sus bragas, también ¡NEGRAS!; me excito hasta el punto de temer que me llame al encerado y se me note cierto bulto. Recojo el espejo con mucho cuidado y la imaginación hace el resto.

Sueño despierto con que, acabada la clase, doña Susana me dice que ando muy mal en inglés ―cosa que es cierta― y que la acompañe a su casa. Allí, muy amablemente, me invita a sentarme frente la mesa del salón; me ofrece un vaso de leche y unas galletas para merendar y me indica que vaya haciendo ciertos ejercicios mientras se ducha, que luego me los corregirá. La verdad es que no me concentro nada, solo la imagino en el baño, desnuda; malamente consigo hacer cualquier cosa. Al rato vuelve, calzada con unas sandalias y envuelta en un leve camisón, oliendo a un fresco perfume. Se sienta a mi lado y me dice: «Tal vez te interese más, esta tarde, otro tipo de aprendizaje; por ejemplo, la exploración y degustación del cuerpo femenino». Dicho esto, se levanta, me coge de la mano, me lleva a su dormitorio, me sienta en su cama, se quita las sandalias, se despoja del camisón y se queda totalmente desnuda, a excepción de unas sensuales bragas negras que, lentamente, empieza a bajarse…

El vivo ulular de la sirena que anuncia el recreo, interrumpe mi ensoñación justo en el momento más interesante. Salimos a un gran patio, dividido en dos secciones, y que posee un muro que separa la de las chicas de la de los chicos. En el mismo edificio, en forma de ele, hay dos institutos, el femenino y el masculino; cada uno con su respectiva zona de recreo. Una de nuestras distracciones es mirar, desde la parte superior del muro, el patio de las chicas. El conserje tiene su hogar en una zona de la planta baja, y la ventana de la cocina de esa casa da justo a nuestro patio; desde esa ventana, a la hora del recreo, él y su mujer nos venden bocadillos de salchichón, de queso, de chorizo…, además de refrescos y otras golosinas.

Salimos del instituto después de las sesiones matinal y vespertina; cojo la bicicleta, que la tengo atada con una cadena y un candado en una farola próxima, monto a Joaquín y lo acerco a su casa; luego emprendo el camino de vuelta a mi hogar, que tiene muchas cuestas, algunas de gran pendiente. Doy un pequeño rodeo para pasar por el instituto de Maruja, que está mucho más cerca de nuestros respectivos hogares que el mío. Cuando llego resulta que ya han salido y me quedo con las ganas de acompañarla a casa.

Otro día en el instituto. Hoy tenemos clase de historia y la profesora se llama Adela. Doña Adela tiene un no sé qué que la hace original e interesante; se hace querer, se ve que disfruta enseñando su materia y nos cuenta la historia recalcando siempre lo que tiene de positivo y aprovechable. Debe tener como poco cincuenta años, y aunque no me parece ni guapa ni atractiva, sí encuentro atractiva e innovadora su forma de ser. El caso es que precisamente hoy, inmediatamente después de su clase, que empieza a las nueve y media, nos vamos con ella de excursión a La Granja de San Ildefonso. El autobús ya está aparcado en la puerta del instituto, lo veo nada más llegar. Primero explica la historia y singularidades de lo que vamos a visitar, y cuando apenas son las diez de la mañana salimos a la calle, nos metemos en el autobús y nos largamos; no volvemos hasta entrada la tarde y, por lo tanto, hoy no tendremos ni una clase más en el interior del instituto. ¡¡Qué bien!!

Me he quedado dormido en el autobús, cuando despierto, con el órgano erecto, ya estamos regresando, cerca de Madrid. Me ha sustraído de mi sueño una curva violenta o un bache. El caso es que soñaba con doña Adela, que estaba desnuda, esperando a que yo entrara en acción. No sé qué pasa, pero cuando tengo sueños o ensoñaciones de este tenor, siempre hay algo que me despierta. En fin, a falta de sueño, sigo imaginándome escenas lúbricas con doña Adela, hasta llegar al fin del viaje.


X


Negros son sus ojos,
pelo negro tiene.
¡Por la calle al sol
mi Amor es quien viene!

Pasa engalanada
de la gran virtud
que es la juventud
que ostenta mi amada.
Siempre idolatrada
mi amor la mantiene.
¡Por la calle al sol
mi Amor es quien viene!

Al verla pasar
mi alma se embriaga,
y de amor la daga
vuelve a penetrar
con furia sin par,
y herido me tiene.
¡Por la calle al sol
i Amor es quien viene!

*    *    *    *

¡Vaya contratiempo! Papá se ha ido temprano a trabajar y me he levantado justo a las ocho y media. Por mucha prisa que me dé en asearme, vestirme y desayunar, y con lo lejos que está el instituto, como poco llego diez minutos tarde a la primera clase. Encima, a primera hora tenemos a la de ciencias, que se pone de muy mala leche cuando alguien llega retrasado a su clase. De modo que me lo tomo con calma; me arreglo, desayuno, me inventaré cualquier excusa creíble que justifique el retraso y me presentaré en el instituto cuando empiece la segunda clase. Tengo tiempo, también, de acercarme a la terraza vecinal a recoger la ropa que ayer colgué para que se secase.

En la terraza se divisa un paisaje muy bello de mi barrio y de mi ciudad. Fue en este mismo lugar donde trascurrió parte de aquella horrible pesadilla; fue justo aquí, aquella fatídica noche, cuando no se me ocurrió nada mejor que aceptar la invitación del extraterrestre e ingenuamente me subí a su nave. Hoy brilla un sol de mediados de octubre, aún no hace frío y no estoy preso e inmovilizado en una diminuta bola de cristal. ¡Estoy en mi terraza, en mi hogar, en mi barrio y en mi ciudad!

Miro hacia abajo, hacia la calle, y tengo una visión celestial: es Maruja, que camina bajo el sol matinal hacia su instituto. Le digo en voz alta, desde la terraza: «¡Maruja, espera un momento, que te acompaño!». Bajo raudo a casa, dejo la ropa seca que he descolgado, cojo la cartera con los libros y después de sacar la bicicleta del portal llego a la calle en un momento. La noto sorprendida y contenta de mi aparición, le cuento lo de mi retraso y la acompaño a su instituto que pilla relativamente cerca, luego monto en la bicicleta y me encamino al mío...

Acaba de terminar la sesión matinal. Resulta que como hay clase, tanto por la mañana como por la tarde, hoy no tengo tiempo ni ganas de ir a casa y volver, a pesar de la bicicleta, pues la distancia es considerable. Me quedo, por tanto, a comer un bocadillo en el frondoso pinar que hay cerca de la casa de mi amigo Joaquín. Como hay unas dos horas de intervalo entre las sesiones matinal y vespertina, tengo tiempo de meditar y ensoñar. Hoy pienso en la dicha de estar en este tiempo y con esta edad; de poseer mi hogar en este mundo que gira en la vorágine de un destino mutable, que tanto nos hace reír como llorar, que tanto nos da la dicha suprema como la angustia más profunda, que tanto hace brotar la vida como la siega. Además, a despecho de mi timidez, he conseguido llegar a Maruja, que era solo amor platónico. La magia del ensueño, de la visión del ser idolatrado e idealizado por el amor, se ha tornado real y tangible. Puedo sentir su fragancia, acariciar sus ondulados y nocturnos cabellos, asir su cintura y fundir mis labios con los suyos. Puedo sentir los latidos del corazón de Maruja, y ella los del mío. Corazones que mece el viento de la juventud en el sagrado amanecer del Amor y de la Vida. Los astros pueden seguir su rumbo; la ilusión, los anhelos y hasta la propia existencia pueden precipitarse en las tinieblas de la ausencia, pero hay momentos inmortales que vagan sin cuerpo por toda la eternidad.


Timidez,
en los aires de otrora,
en los ojos que miraron
y que miran,
y en el sueño inacabado
que palpita.

Las estrellas de mil noches
guardan el secreto
de aquellos momentos,
que el viento lleva,
que navegan,
revividos.


FIN

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