domingo, 19 de abril de 2020

pruebas


LOS VERSOS DE MONÚ




© Juan Martín Ruiz


Ilustraciones: David Roldán Sienra



11


Tal como dijo Monú, emprendimos el viaje que nos llevaría a la Tierra. ¿Pero cómo sería mi mundo, mi planeta, en 1692?

    Aún no estaba seguro de que hubiésemos retrocedido con tanta precisión en el tiempo; mas pronto saldría de dudas, pues el viaje duraría sólo dos semanas. Aunque 14 días pueden resultar pocos o muchos, según cómo se mire.

    A bordo de la nave, poco o nada teníamos que hacer las once personas que allí estábamos. De tres mundos tan diferentes: ocho xoxonas, dos terrícolas, y Monú, natural del planeta Mango.

    Todos, por unos u otros motivo, habíamos abandonado nuestra vida anterior para entregarnos a una empresa de incierto resultado. Aunque, sinceramente, creo que lo del resultado incierto no era del todo verdad. Tal vez ya habíamos conseguido el más importante de los objetivos. Fue precisamente Monú quien me lo hizo ver con toda claridad, cuando me dijo: “Tenemos que confiar ciegamente los unos en los otros”. ¡Qué contraste con el ruin egocentrismo con que los medios de comunicación terrestres pretenden anegar la conciencia de los pusilánimes!

    Para matar las horas que pasábamos ociosos, Monú, que como se dijo en su momento, era poeta o cuando menos escribía versos, se disponía a recitarnos las últimas estrofas que acababa de componer. Aunque pudimos observar, Édison y yo, que las xoxonas no parecían muy aficionadas a su lírica.

    Monú ‒dijo una de ellas‒, no estamos interesadas en ese rollo de la poesía que no hay quién entienda.

    ¡Cómo que rollo, joven arborícola, la poesía es arte!

    Noté que Monú estaba realmente indignado. Aquello de que menospreciasen sus versos le sentaba realmente mal; tan mal como a Édison la falta de café y tabaco. Pero he de observar que adjetivos como “arborícolas” u otros de ese tenor, únicamente iban dirigidos a las jóvenes xoxonas. A María le tenía tal respeto y le mostraba tal sumisión que a veces rayaba en el ridículo. Esto último me preocupó un poco, pues me hizo pensar: “A ver si, a su manera, también se ha enamorado de ella...”

    Y fue precisamente María quien le dijo:

    No te enfades, Monú...; ya sabemos que tú consideras bellos esos versos que escribes y no dudo de que tengan su aquel. Pero tal vez nosotras estemos más habituadas a asociar la belleza a otras cosas: a los amaneceres y ocasos de nuestro bello planeta, a su vegetación exuberante y sana, a las estrellas que alumbran el cielo de nuestras noches…

    Eso que acaba de decir María concluyó Édison me trae a la memoria a una poetisa brasileñas de siglo XX; se llamaba Cecília Meireles, y escribió en uno de sus poemas: “De nada sirven las palabras cuando miramos el cielo...” y dijo a continuación‒: Pero también os he informar de que, después de leer atentamente los versos de Monú, los considero ciertamente buenos, muy buenos... Son un excelente reflejo del escepticismo existencial: materia prima insustituible para muchos de los grandes poetas y poetisas terrestres. Por eso, en los muchos ratos libres de que ahora dispongo, me estoy dedicando a traducirlos, por si alguien quiere editarlos cuando estemos en la Tierra”.

    La expresión de Monú cambió radicalmente: por fin había encontrado a alguien que valoraba su arte en su justa medida.

    Lo que ocurre ‒continuó Édison‒ es que Monú, siendo un gran poeta y un extraordinario científico, es un pésimo rapsoda. Además recita en su propia lengua, poco adecuada para la lírica, según mi entender. Mas oíd la traducción que he hecho de uno de sus poemas:


Cohetes fulgurantes:

quisiera ser vuestra explosión de Luz;

quisiera violar con vosotros la penumbra

de la sombra negra,

de la sombra de la vida.


Fuegos artificiales:

pretendéis deslumbrar la noche,

mas efímero es vuestro intento.

Tan efímero como la vida,

la alegría o la pasión.

Pretendéis quebrantar el Silencio,

pero Él es el Señor de los Espacios Infinitos;

ni siquiera percibe el perecedero estrépito.


Cuán vaga es la ilusión...

y el canto de la juventud...

y el resplandor de la felicidad...

Cuán tangible es el silencio...

...y el crepúsculo...


Quedaron las xoxonas tan sorprendidas o más que aquellos alumnos díscolos a los que Édison mostró su ingenio y arte en la base marciana. Y no tengo palabras para describir la emoción que embargó a Monú al oír recitar en una lengua terrícola, y de una forma tan magistral, aquellos versos que él escribiera con tanto amor. Se fue hacia Édison y le dio un fuerte abrazo, lleno de agradecimiento y afecto.

    Nunca imaginé que estos poemas que escribí, llevado por la desilusión y el desengaño, pudieran ser recitados con tal belleza y sentimiento ‒habló Monú‒. Desde que decidí embarcarme en esta aventura estoy aprendiendo tantas cosas… ‒y dirigiéndose a las xoxonas‒: Cuando os encontré, comprendí que para vencer a la injusticia es necesario luchar; y después de haber oído recitar a Édison me he dado cuenta de cuán importantes son los buenos rapsodas para elevar nuestro espíritu”.

    Y así, con estos y otros acontecimientos, íbamos acortando la distancia que nos separaba de nuestro destino. Hasta que por fin nos hayamos, como quien dice, a un tiro de piedra de la Tierra y la Luna: sólo nos separaban de los dos bellos astros unos dos millones de quilómetros. Estábamos en una posición tal, que los veíamos completamente iluminados. Como quien pudiera ver la Luna llena y la Tierra, también llena, separadas físicamente la una de la otra, pero unidas en una lenta y majestuosa danza cósmica por los espacios; todos mirábamos extasiados. Muy acertada estaba aquella poetisa: “De nada sirven las palabras cuando miramos el cielo...”

    ¡Qué hermoso espectáculo! dijo Édison; ¡lastima que un mundo tan bello sea apenas “un valle de lágrimas”!

    Pero observé que a Monú, mucho más que la belleza de la Tierra, le impresionaba la de la Luna. No hacía más que mirarla con una especie de telescopio y observaba sus más mínimos detalles.

    Qué bello astro ‒decía‒. Cómo me gustaría retirarme a descansar una temporada allí y explorar esos bellos montes, y esas bellas planicies desiertas.

    Se notaba que de su espíritu aún tiraba algo la vertiente ascética.

    Pues no hay nada que impida satisfacer tu deseo ‒le dijo Édison‒. Puedes alunizar, en el momento que en su cara oculta desde la Tierra acabe de anochecer, pues no volverá allí el alba hasta dentro de 14 días. Disfrutarás de un excelente observatorio para ver las constelaciones, nuestra Vía Láctea, y parte de la Tierra, girando; además, podrás explorar ese astro que tanto te gusta. Muchos poetas terrestres se hubieran sentido dichosos de hacer tales cosas. La luna y su luz siempre fueron un bálsamo para sus almas atormentadas.

    Mucho me gustaría hacer lo que dices, querido amigo ‒le contestó Monú‒, mas es en la Tierra y no en la Luna donde tenemos una misión que cumplir.

    Ambas cosas no son incompatibles ‒dijo Édison, dirigiéndose a todos los que allí estábamos‒. Y puesto que convine que nuestra misión se desarrolle de la forma más discreta posible, sería muy buena idea que la nave permaneciese sobre la cara oculta de la Luna, mientras algunos de nosotros vamos a la Tierra a cumplir con nuestro cometido. He estado elaborando un plan que quiero someter a la consideración de todos:

    En primer lugar, y como acabo de decir, si la nave se quedase en la Luna, evitaríamos el riesgo de que la pudiesen ver en la Tierra, con la correspondiente alarma y sobresalto de los supersticiosos terrícolas. Una vez establecida nuestra base de operaciones en un lugar tan seguro y aún no hollado por el hombre; iríamos sólo nosotros dos ‒refiriéndose a él y a mí‒ a la Tierra. Comprobaríamos que hemos llegado al siglo y al año que habíamos calculado y veríamos la forma de ponernos en contacto con nuestra bruja, a la vez que os iríamos mandando información de todos nuestros pasos. Una vez establecidos los primeros contactos, irían a la Tierra, María y alguna de las jóvenes xoxonas; pues en el caso de que la bruja pudiese concedernos una entrevista con el Demonio, María sería la persona más indicada para exponerle sus demandas”.


12


A todos nos pareció bien el plan de Édison. De modo que la nave se fue a posar en la cara oculta de la Luna, donde, como se dijo anteriormente, acababa de anochecer. Alunizamos en el interior de un gran cráter. La superficie que teníamos ante nuestros ojos era bastante llana. Desde la nave, iluminada por la luz de la Tierra, que a la sazón se hallaba en cuarto menguante, o cuarto creciente, no recuerdo bien; podíamos distinguir cómo estábamos, a lo lejos, rodeados por una especie de cadena montañosa circular que nos envolvía y que constituía las paredes del cráter.

    ‒Ni siquiera necesitamos acercar la nave a la Tierra para dejaros allí ‒dijo Monú‒. Disponemos de un pequeño vehículo; solo caben en él cuatro personas y un robot para manejarlo. Lo usaréis para ir a la Tierra. Voy a programar al robot para que entienda el lenguaje terrestre. Así vosotros le podréis indicar adónde queréis ir y dónde queréis que aterrice; en fin, él hará exactamente lo que le pidáis. Una vez que hayáis desembarcado, retornará aquí con el vehículo.

    Dicho esto nos entregó una esfera pequeña, cuyas dos mitades estaban perfectamente diferenciadas; una parecía estar hecha de metal bruñido y la otra de cristal opaco. Después de entregárnosla dijo:

    ‒Esto es un intercomunicador de mi planeta, con él podréis poneros en contacto con nosotros en todo momento. Si ocurre algún percance o tenéis algún problema, iremos a ayudaros.

    Acto seguido se dirigió a uno de los robots y comenzó a hurgar en él por debajo de sus impresionantes mandíbulas. Al cabo de una media hora se dirigió a Édison y a mí, y nos dijo:

    ‒Ya está todo listo. De ahora en adelante, en cuanto partáis de aquí, él os conducirá a donde vosotros le indiquéis.

    Ya aquella terrorífica máquina iniciaba su camino hacia la parte inferior de la nave, cuando Édison dijo:

    ‒Tranquilo, Monú, no tengas tanta prisa; antes hemos de cargar con todos los documentos y enseres que saqué de la base marciana y que nos han de ser de gran utilidad en la Tierra.

    ‒Ordénaselo tú al robot ‒observó Monú‒; está programado para obedecer a todos vuestros requerimientos, aunque le habléis en vuestro idioma.

    Entonces Édison me dijo:

    ‒Vamos, muchacho, pídele tú mismo que recoja esas dos maletas y que las lleve al vehículo que nos ha de transportar a la Tierra.

    ‒¿Por qué nombre responde el robot? ‒le pregunté a Monú.

    ‒Puedes llamarlo “Exterminador”.

    ‒“Exterminador”, ¡ven aquí!

    Apenas dije esas palabras cuando el monstruo mecánico, que en verdad hacía honor a su nombre, dio la vuelta y se encaminó hacia el punto donde me encontraba. Me causó tal impresión verlo venir, con aquellas inmensas mandíbulas pobladas de incontables y afilados colmillos, que rápidamente me fui a esconder detrás de Monú; lo cual hizo mucha gracia a las xoxonas, que no paraban de reírse.

    ‒No tengas miedo ‒me dijo‒, el robot está programado para obedecerte y no te hará ningún daño por fiero que parezca.

    Entonces, recuperando el valor perdido, me coloqué frente a él y le ordené que recogiese las maletas de Édison y que las llevase al vehículo con el que habíamos de aterrizar.

    Descendimos todos a través de una rampa que había en el centro de la nave hasta llegar a un compartimento alargado. Dentro había un vehículo espacial con forma de melón. En la parte delantera se colocó el robot al frente de los mandos, y en la parte de atrás, donde apenas cabían tres o cuatro personas, nos sentamos nosotros con el equipaje de Édison.

    Acto seguido se cerraron las compuertas, no sin antes disfrutar de una efusiva y cariñosa despedida, tanto por parte de las xoxonas como de Monú.

    Todo ocurrió muy rápido. Sólo unos instantes después ya habíamos abandonado el platillo volante y tomábamos rumbo a la Tierra.

    Cuando estábamos a unos doscientos mil kilómetros de nuestro mundo, Édison le ordenó a “Exterminador” que diese una vuelta alrededor de la Tierra, para indicarle con exactitud el punto al que debíamos dirigirnos. Y el lugar exacto que le mostró estaba situado al sur del Ecuador, en medio del Océano Atlántico.

    Atravesamos la atmósfera y fuimos descendiendo hasta quedar suspendidos en el aire, a unos cuarenta metros sobre el nivel de las aguas del mar. Era de noche, y luego de contemplar, admirados, cómo aquella inmensa masa líquida se movía y removía bañada por la luz de la luna, Édison le indicó al robot que tomase rumbo Oeste.

    Avanzábamos sobre las aguas a enorme velocidad, A veces, sobre la superficie del mar, veíamos algún que otro punto luminoso que pasaba raudo ante nuestros ojos; como si se tratase de un barco iluminado. Y apenas había pasado una hora cuando la nave se fue deteniendo hasta quedar totalmente parada.




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